miércoles

CAPÍTULO 4

Time: 07.21

Si hay algo en esta miserable vida que odie más que encontrarme sin una sola gasa higiénica limpiadora en medio de una cagada es descubrir que algún gracioso se divierte a mi costa escribiendo estupideces en la barrera térmica que separa las dermo-letrinas de los lavamanos.

Miren lo que ha escrito el muy imbécil. Ha escrito:

Radzinski pichafloja y maricón

—Bien por ti, muchacho —me he dicho con mucho ardor al tiempo que apretaba el músculo orbicular y contraía mi esfínter.

Los hay que no se conforman con cagar dentro y fuera del dermo-inodoro. Los hay que no se conforman con agotar la última gasa higiénica contra su maldito culo. Los hay que no se conforman si no esparcen también su mierda por las paredes y las barreras térmicas de separación.

Supongo que tendrá que haber estúpidos en todas partes, pero a veces creo que todos han venido a parar a este jodido departamento. Al maldito Departamento de Policía de Ostrich City. En momentos como éste, no exagero si digo que los mataría a todos.

Miranda me espera junto a los lavamanos. Es otra de las cosas que no soporto ni soportaré nunca: Que alguien me apremie mientras cago. Especialmente si ando mal de vientre y no tengo gasas higiénicas limpiadoras a mano.

Tengo que hacer verdaderos malabarismos sobre la taza para quitarme los pantalones del uniforme sin que ella se entere. Antes de eso he registrado cada bolsillo de mi gabardina en un último intento desesperado por encontrar algo que sirva para limpiar mi maltrecho culo. Mientras tanto, Miranda se impacienta:

—¿Te falta mucho, cagoncete? —pregunta ella, feliz y cantarina, ignorando lo que me traigo entre manos.

—¡Enseguida termino! —maldigo entre dientes mientras suspendo las piernas en el aire intentando sacarme con el máximo cuidado mis calzoncillos de tres días marca Keclasse.

Los sostengo en mis manos por última vez. Son rojos y flexibles. Huelen como cualquier calzoncillo de tres días de cualquier hombre descuidado con problemas de próstata. No es ninguna sorpresa. Estos calzoncillos podrían servir como epitafio a toda una vida, sin embargo hoy van a salvarme de un ridículo mayor que el acostumbrado. Miranda resopla y golpea insistentemente el suelo de los baños con el tacón de su zapato. También la mataría a ella ahora.

Es muy triste ser viejo. No hay más que verme para darse cuenta.

Aunque con algunas dificultades, los calzoncillos han cumplido su función. He hecho una pelota con ellos y ahora viajan a través de los conductos de evacuación de la comisaría central. Pronto llegarán a la atmósfera y desaparecerán en cualquier agujero negro. Algún día me reiré recordando esta aventura.

Miranda grita ansiosa desde el otro lado de la barrera térmica:

—¡Acaba de llegar un holofax! ¡Han identificado al suicida!

Intento recomponer el gesto y secarme el sudor de la frente y las mejillas mientras me vuelvo a poner los pantalones de licra thermolactyl del uniforme. Me siento igual que si me hubiese estado revolcando en una ciénaga de mierda durante los últimos seis años.

Reúno el valor suficiente para pulsar el código que abre la barrera térmica y volver a mirar a mi compañera a los ojos. Está apoyada contra el espejo. Sonríe.

—Se llamaba George Komaropoulos —comenta mascando chicle a dentelladas.

—Eso está bien —le contesto mientras me lavo las manos.

Miranda no deja de mirarme con la mitad derecha de su ceño fruncido. Hay una curiosidad malsana en su mirada. Me dice:

—Rad, ¿me dejas que te haga una pregunta indiscreta?

Me pongo a temblar mientras le digo que sí con la cabeza.

—¿Estás seguro de que te has limpiado bien? —vocifera— Es que no veas qué peste a mierda…

© Ray Hodges

El reloj de la comisaría marca las 7.29 de la mañana.

Realmente no importa mucho la hora, para los habitantes de Athena es media tarde en Berlín. Los estamentos públicos tendemos a defender la hora local, a regirnos por ella; pero el mercado interestelar, aunque débil, se impone en el resto de la sociedad: el sector público está solo en la defensa de sus valores, absurdos pero nacionales.

Han olvidado los athénicos a qué hora deberían despertarse; siguen un horario a varias semanas-luz de aquí, se estremecen en las heladas madrugadas con cruasanes y cafés tan desorientados como ellos, se aman a deshora… en fin, nunca antes el tiempo había mostrado su verdadero rostro, lo etéreo de su existencia, lo falaz de su avance.

El tiempo es una mentira, los Transpai lo demostraron —la existencia espacio-temporal se pliega para llegar instantáneamente de un punto a otro de la galaxia—, la experiencia lo confirma… Y nosotros seguimos teniendo relojes, bellos relojes de carillones, funcionales relojes digitales y siempre estúpidos, estúpidos relojes.

George Komaropoulos no tenía antecedentes penales.

Acababa de cumplir cuarenta y un años. Era natural de Ingmar City, tenía sobrepeso y estaba casado con otro hombre llamado Richard Kirkland. Tenía bigote y el pelo considerablemente largo. Fumaba.

Había encontrado empleo como encargado de mantenimiento en el “Moon By The Sea” hacía unas cinco semanas. Era diabético. No tenía carné de aeromóvil y era hincha de los Red Warriors de Ostrich.

Una persona normal, en apariencia. Con una salvedad: La naturaleza y el azar, caprichosos como siempre, se confabularon en su contra; quisieron que se pareciese demasiado a quien menos debería parecerse.

No es extraño que los confundiesen. Puestos el uno junto al otro, los retratos de Sal Huisman y George Komaropoulos parecen holocopias. No es difícil intuir quién se esconde detrás de todo esto. No es obra de Huisman, sino de Chinarro. Apuesto a que Miranda sabe mucho más que yo de todo esto.

El viudo Richard Kirkland trabaja como galerista en la “Riley Art Acquisitions” de la Avenida Bismarck IV. Creo que no estará de más que vayamos a hacerle una visita para recabar alguna información. Si todavía no se ha enterado de la noticia por los holodiarios, tendremos que ser nosotros quienes se la demos.

Daría mis huevos por una ducha caliente y unos calzoncillos…

Miranda revolvía papeles de mi despacho y lo hacía sin demasiado sentido, como haciendo tiempo. Esperé, con la esperanza de que se animara a decirme algo; sabía que sus lealtades en algún momento chocarían con su conciencia. Ella se giró, abrió la boca… y no dijo lo que me esperaba:

—¿Has pensado en que te vea un médico? Ya sabes… Tu problema intestinal. Es desagradable para los demás.

—Oye Miranda… —dije yo— ¿De qué va esto?

—¿El qué?

Me levanté con demasiado ímpetu de la silla, lo que hizo que ésta saliera disparada hacia atrás, golpeando la pared del despacho con un fuerte ruido. Los dos pegamos un respingo.

—No me vengas con mierdas —le espeté—. ¿Por qúe este tío es tan parecido a las fotos de Huisman?

—No lo sé —dijo con voz temblorosa.

—Deberías saberlo. El amigo Chinarro te ha puesto aquí para que elimines a Huisman, ¿acaso te has equivocado? ¿O fue otro asesino…? ¿Cuántos hijos de puta hay sueltos por mi ciudad?

El puñetazo de Miranda me sorprendió sin los pies firmes, me hizo tambalearme hacia atrás y caer sentado encima de mi silla.

—¡No es tu ciudad, viejo cabrón! —me gritaba, escupiendo pequeñas pelotillas de saliva furiosa alrededor de mi despacho. Esta chica estaba perdiendo su encanto a pasos agigantados—. No me insultes ni me juzgues o te mataré sin dudarlo.

Eso no lo dudaba. Eran mis eternos problemas con las mujeres.

Time: 7.47

Tengo el vientre hinchado y los pantalones pegados al culo. Es asqueroso. Mucho. Y doloroso y humillante también. Ahora mismo me siento igual que si fuese una gran bola de aire y mierda seca. Y odio esta maldita licra thermolactyl, la odio con todas mis fuerzas. Me irrita las nalgas y la entrepierna. Me escuece el escroto. Lo tengo en carne viva.

Puedo sentir cómo se agita mi intestino. Lo hace de forma abrupta y violenta; exageradamente violenta. Mis tripas bailan como si fuesen gelatina en manos de un epiléptico enfermo de Parkinson. La sensación es parecida a lo que deben de sentir las bolas dentro del bombo de un ciberbingo. Una comparación pobre, lo sé, pero que define a la perfección mi estado actual.

—No te soporto —ha sido lo último que ha dicho antes de irse.

De todo lo que ha escupido en estos últimos minutos, Miranda Butler lleva razón en algo: Tengo que ir a ver a un especialista cuanto antes. Esto no es normal. No soy más que un saco de gases y heces. Una bolsa de mierda con apariencia de viejo loco uniformado.

Si encuentro al estúpido que anda escribiendo tonterías sobre mí en los cuartos de baño, juro que le haré comerse mis pantalones. Lo juro por mi úlcera de duodeno.

Es una bendición que se haya ido esa mujer. Aprovecharé que estoy solo para acercarme a casa de Kirkland. Sospecho que tendrá cosas interesantes que contar.

No encuentro las jodidas llaves del aeromóvil. Joder.

Time: 8.03


Salgo de la dermoletrina —la pelea con Miranda me ha causado un inusitado apretón— percibiendo como el elegantemente discutible olor de la jiñada se cuelga en mi hombro como un mono loco. Algunos policías se voltean al verme pasar, otros hacen gestos de asco... Mi popularidad no hace sino aumentar en el Departamento de Policía de Ostrich City.

A pesar de todo, las gasas limpiadoras han permitido dignificar, hasta cierto punto, mi presencia personal antes de abandonar el edificio. Me encuentro momentáneamente mejor, pero cada día me parezco más a Big Joe, un tío gordo que colaboraba con los traficantes de Myers y que, tras su paso por los calabozos inhibidores hace unos años, dejó un aroma pestilente el cual algunos de los guardias que trabajaron esa noche siguen percibiendo en la planta 85 donde alojamos al sujeto; algunos de ellos aseguran tener todavía pesadillas durante las noches, lo que les hace vomitar compulsivamente en el Campo Gravitacional de Descanso lo que, pueden creerme, no es muy agradable. Que triste leyenda sobre un calabozo encantado a base de pedos.

No sé dónde está Miranda Butler, ni me importa lo más mínimo.

Llego al segundo nivel subterráneo de la Comisaría, me encajo como puedo en mi holocoche particular y salgo de allí.

Me sumerjo en el loco tráfico de Ostrich City, hacia la salida de la ciudad. En el extremo sur de la misma se me acaban los túneles. A partir de ahí tengo que viajar a cielo abierto.

No es que eso sea particularmente peligroso —mi coche está preparado para el frío— pero sí muy incómodo: las turbulencias y el cierzo agitan al coche como un malabarista borracho, además de dispararse el consumo fuera de la atmósfera controlada del subsuelo lo que, al nivel de precios que adquirió el combustible con la Crisis de la Teleportación, me obligarían a pasarle al departamento una interesante nota de gastos.

En los alrededores de Ostrich está Ingmar City. Ambas localidades están separadas por el río Cannonball, que da nombre al valle en que se encuentran estas dos ciudades y que está circundado por la serranía de Olimpia. Es un tranquilo pueblo costero, que antiguamente alojó las villas de millonarios terrestres y que en la actualidad es zona ocupada por los potentados de Athena.

Time: 8.59

Todo en Ingmar City era un gran decorado. Imaginado en los 80 como un complejo turístico, comprendía un falso pueblo de pescadores africanos que se trajeron de la antigua Zanzíbar. Tuvo tanto éxito que los terrícolas empezaron a comprar lujosas villas en las faldas de la sierra de Olimpia, que se llenaron de actores y jugadores de pelota. Las antiguas villas se reformaron con el cambio climático y ahora tienen grandes porches protegidos con barreras térmicas y vistas sobre la bahía. Yo nunca podría permitirme algo así, no soy un importante policía que esté muy arriba en la lista de amigos de Fabrizio Chinarro. Aquellos habitantes que trabajaban en Ostrich se podían permitir el viaje en aerocoche o viajaban en el exclusivo tren gubernamental propulsado por turingio que llegaba hasta el centro de la ciudad, en plena Burt Plaza.

La casa de Kirkland y Komaropoulos era modesta, mas con cierto encanto. Se encontraba en el puerto y era una pequeña vivienda de dos alturas de color azul. Había aparcado en el único subterráneo de la calle y cruzado hasta la puerta del difunto Komaropoulos. Las galerías eran en Ingmar diferentes a Ostrich City; aquí no siempre estaban en el subsuelo, sino que a menudo eran túneles transparentes por encima de la tierra, algunos incluso elevados decenas de metros, lo que permitía disfrutar de la salvaje naturaleza de este planeta. Esta ciudad era un sitio elegante.

Pulsé el timbre de la casa. Sonó una melodía que identifiqué como una antigua canción de Goyo Ramos, tatarabuelo del primer alcalde de Ingmar City.

"Cuando te sientas solo y aburrido, como caído, sin ganas de luchar…"

El pulsador del timbre se ha quedado atascado en la caja. Menuda mierda. No recuerdo una canción más pegadiza que ésta, ni tampoco un momento menos apropiado para escucharla. También es verdad. Qué mala suerte.

Intento desencajar el botón de un golpe, pero lo único que consigo es que el ritmo de la canción se acelere. La voz suave y aterciopelada de Goyo Ramos se convierte en un torrente agudo y aflautado como el quejido de un enano hidrocefálico con medio litro de helio en sus pulmones.

Desde detrás de la puerta se oyen pequeños pasos taconeando a la carrera. Alguien grita:

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —dice la voz— ¡Qué prisas!

"Cuando te encuentras incluso afligido, como dormido, sin ganas de escuchar…"

—¡Espero que sea algo urgente de verdad! —sigue gritando la voz, cada vez más cercana.

Desde el otro lado de la puerta se puede percibir el ruido de la clave de desprotección. A juzgar por el sonido breve de los tonos, la contraseña está compuesta por números cortos. Es la configuración de serie de todas las puertas de seguridad: 1-2-3.

"No te lo pienses y sé decidido, ponte el abrigo y no mires atrás…"

Quien abre la puerta es un hombre gigantesco y barbudo. Está maquillado y no consigo distinguir si su larga cabellera rubia es natural o si se trata de una peluca. A través del escote de su blusa roja de flores se pueden adivinar dos preciosas tetas recubiertas de vello, peludas como dos cocos. Me atrevería a decir que se trata de Richard Kirkland. La música sigue sonando:

"Sigue este ritmo y busca tu terreno, el saloncito donde puedas tú bailar…"

—¿El señor Kirkland? —pregunto alzando la voz por encima de la música del timbre.

—Señora de Komaropoulos, si no le importa. —me corrige mientras asoma la cabeza hacia la calle, intentando descubrir el origen del problema.

—Está bien, señora… —se me hace difícil llamarle señora con esa barba— Mi nombre es Siphronius Radzinski…

¡Sal… Baila que te empuja! ¡Ven… Baila sabrosón!

El estribillo incita al baile de mala manera, pero ahora mismo no procede. La verdad es que no.

—Perdón, no puedo oirle —grita él… Ella… Lo que quiera que sea.

¡SIPHRONIUS RADZINSKI, POLICÍA DE OSTRICH CITY! —vocalizo y gesticulo como un sordomudo.

¡Sal… Baila con Maruja! ¡Ven… Baila sí señor!

—¡Puto timbre! —dice Kirkland mientras se ensaña a martillazos con la caja del llamador de una forma que se me antoja poco femenina.

Y de pronto se obra el milagro. Vuelve a reinar el silencio en la Urbanización Eithios. El timbre, destrozado y todavía humeante, lanza algunos pequeños chispazos esporádicos.

—Disculpe, —me dice mientras se aclara la voz— ¿puedo saber qué es lo que quiere?

—He venido a comunicarle que su marido, George Komaropoulos, ha fallecido hace unas horas, señor… Digo, señora.

El reloj de cuco es el único sonido en la sala.

Las almas están quietas, los espíritus acongojados, pero el tic-tac nos recuerda la inconsistencia del mundo. La peluda señora de Komaropoulos empieza entonces a gimotear en su sillón, presa de la angustia, aportando una segunda voz al canto monocorde del reloj.

He notificado muchas muertes en mi vida y sigo sin acostumbrarme. Sigo sintiéndome como un mensajero de la desesperación, como una broma existencialista de dudoso gusto.

Mis pensamientos se dispersan cuando el sufrimiento es tan fuerte a mi alrededor, me cuesta concentrarme en lo que me ha traído aquí: la relación que pueda existir entre el fallecido y Sal Huisman, entre un encargado de mantenimiento de hotel y el presunto asesino del alcalde de Lisboa.

Observo mis propios zapatos, simulando fascinación ante ellos. Me cuesta mirar al señor Kirkland/señora Komaropoulos a la cara, o incluso a sus tetas melenudas.

Voy a darle unos minutos más. El cuco anuncia las 9.30 de la mañana.

Mis zapatos están recubiertos de una leve capa de polvo azul. Pienso en mi añorada gamuza de flader especial para limpiar zapatos mientras miro el estúpido reloj de la pared con disimulo. Richard Kirkland, velluda señora —ahora viuda— del acróbata del “Moon By The Sea”, sigue llorando sobre el reposabrazos de su sillón. Absorbe sus mocos con una frecuencia aproximada de seis segundos. El tic-tac exasperante del reloj de cuco me ayuda a precisar mis mediciones.

—Yo sabía que algo así iba a pasar… —balbucea ella entre sollozos— Antes o después acabaría pasando. Lo sabía…

—¿Por qué lo sabía, señor…a Kirkland? —le pregunto mientras me hurgo en la oreja con el meñique.

—Se lo advertí, pero no quiso hacerme caso… Le pedí que no aceptara. ¡Se lo supliqué! —me grita congestionada.

—No llore, mujer —le digo por compasión, supongo, con un poco de grima también— Dígame sólo qué fue lo que ocurrio.

—Ay, ay, ay, ay… —vuelve a gemir.

Si no fuese porque la muy desgraciada me dobla en estatura, le arrearía un buen tortazo ahora mismo. Maldita barbuda llorona.

—Ocurrió hace un mes y medio —explica mientras se limpia los mocos y las lágrimas con el dorso de la mano—. George llegó a casa feliz porque acababa de encontrar trabajo como limpiador en el hotel. Oh, George…

Más lágrimas. Vaya.

Los minutos continúan cayendo por la pared y a mí se me están empezando a hinchar las pelotas.

—¿Quién contrató a su marido, señora? —le pregunto.

—¡No lo sé! —responde— George me habló de un hombrecillo minúsculo. Creo que tenía bigote… Eso es todo cuanto sé.

—¿Fue eso lo que le hizo desconfiar de aquel empleo, el que aquel hombre no se identificase?

—¡Oh, no! —contesta— No fue eso lo que me hizo sospechar. No…

—¿Qué fue entonces? —Hace cinco minutos que se me ha acabado la paciencia.

—El que le pagase por adelantado. Eso fue. Le pagó 12 millones de drulocks por adelantado…

Difícil resistirse a una oferta así. Especialmente cuando has de hacer frente a una segunda hipoteca y a un tercer intento de cambio de sexo.

—Comprendo —¡y tanto que comprendo!— ¿No puede decirme nada más del hombre que pagó a su marido?

—No, —medita— lo único que llamó la atención de George fue su bigote: Tenía un bigotín ridículo…

—Y hay otra cosa... —dice la señora. Suspira y mira al tendido antes de continuar—. A mi George le obligaron a cambiar… Sí, a cambiar.

—¿A qué se refiere? —inquiero.

Entonces se desata la tormenta.

Los lamentos agónicos del antiguo Richard Kirkland hacen erizarse los pelos de mi nuca, gruesos lagrimones gotean desde su cara hasta la gruesa moqueta de sintechilindrón —un material carísimo, mi mujer nunca pudo permitírselo— que cubre el suelo del salón. Unos minutos después, cuando estoy a punto de lanzarle un puñetazo a la jeta, de forma tan súbita como comenzó, el drama se detiene. Aparentemente, vuelve a estar tranquila/o.

—A cambiar. La única exigencia que le pusieron fue implantarle una coleta, un bigote achinado y una perilla.

—¿Implantarle?

—Sí, implantarle, estúpido polizonte. Implantarle el pelo.

En ese momento acaricio la electroporra de mi cinturón. Ella ve mi gesto y deja de provocarme, salvando su cuerpo operado de una reversión traumática a su estado original.

—Mi marido era lampiño. Apenas tenía pelo, ése era uno de sus mayores encantos.

Viendo las tetas peludas del amigo Richard, no acabo de entender su exposición.

—Le obligaron, para cobrar los drulocks que le prometieron, a someterse al cambio, a tener una apariencia extraña… ¿Ve los programas de holovisión de la Tierra?

—No me interesa mucho esa civilización decadente.

—¡A mí tampoco! —chilla. Está volviendo a alterarse—. Pero los veo en ocasiones… Bueno, lo cierto es que lo dejaron como a un Híbrido de Fundición, es una imagen que se lleva bastante ahí abajo en las ciudades que quedan en pie.

—Ya veo —digo.

—Sin embargo, en Ingmar City y todavía más en Ostrich, es una provocación. Es identificarse como un terráqueo y eso, a los nacionalistas, no les gusta demasiado.

La conversación termina aquí. Me levanto, me despido y le digo que ya la llamaremos si necesitamos alguna aclaración más. Salgo a la galería aérea por la que entré.

Time: 10.03

Hay algo que no me cuadra.

No creo en las casualidades. Sólo tengo más preguntas: ¿Por qué estaba Komaropoulos trabajando en el “Moon by the Sea”? ¿Por qué imitaba la imagen de Huisman? No le valió de nada; destrozado contra el suelo ya podía ser el mismísimo Bismarck, que nadie lo hubiera reconocido. ¿Por qué Chinarro quiere eliminar a Huisman? Y, sobre todo ¿dónde cuadra Leelan Spandarian y el clan de los Armenios en todo esto? ¿Es Sal Huisman la persona que se alojaba en el hotel?

En Athena todos buscan a Sal Huisman; en la Tierra también lo hacen: ellos porque mató al alcalde de Lisboa; nosotros porque nos lo manda Chinarro.

Siento un tipo de asco especial por todo lo que está pasando.