domingo

Una novela de Ray Hodges

sábado

CAPÍTULO 1

La suite del ático era la habitación más cara del hotel “Moon By The Sea” y Sal Huisman se recreó al entrar en ella. Era el primer momento de paz que había tenido en los últimos días.

Sal se acercó a la terraza y se retiró la barrera calórica que retenía la agradable temperatura dentro de la habitación. El campo de fuerza se cerró de nuevo al salir él. Una fuerte ráfaga de aire helado le hizo tambalearse.

La vista desde el piso 517 que ocupaba era particularmente impresionante. Sólo en el planeta Athena se podía disfrutar de 13 lunas en el cielo durante la noche. Éste había sido uno de los motivos que años atrás habían fomentado una actividad turística en la parte más cálida del planeta, turismo que había ya desaparecido, devorado por nuevos paraísos que no exigían una carísima teleportación para disfrutarlos. Sin duda, los nuevos tiempos eran tiempos extraños y difíciles.

Contó las lunas, como había hecho la primera vez que viajó allí siendo un niño y, como entonces, faltaban dos: sólo durante pocos segundos cada noche podían observarse simultáneamente todos los satélites de Athena en el cielo. A pesar de todo, el recuerdo de la infancia que ahora veía más lejana que nunca le reconfortó, pero de una manera enfermiza; era consciente de que sería un fugitivo durante el resto de su vida que, siendo sinceros, se prometía bastante corta.

El cielo naranja de Ostrich City lucía de forma particularmente intensa aquella noche de diciembre de 2315. Y, aunque las luces de la ciudad no permitían ver las estrellas, su brillo no alcanzaba a ensombrecer el horizonte salpicado de remolinos de nubes blancas y marrones. Aquellos trazos caprichosos de neblina que presidían el cielo de Athena se antojaban a veces garabatos dibujados por un niño o un deficiente.

Una atmósfera de amoníaco y vapor de agua lo envolvía todo.

Sal se asomó con cautela a la barandilla de la terraza para observar la ciudad desde aquella altura y se sorprendió un poco al comprobar que no sentía vértigo. Se entretuvo durante unos minutos siguiendo el juego frenético de luces y destellos de la calle y, cuando quiso darse cuenta, las yemas de sus dedos se habían adherido al acero helado de la barra. Mientras crispaba las palmas de sus manos como un pianista intentando despegarse, recordó el único motivo que le había hecho viajar hasta la ciudad más insegura del planeta. En Ostrich City vivía la última persona que podía ayudarle: Leelan Spandarian.

Horas después se revolvía en su cámara, flotando en el lujoso pero obsoleto Campo Gravitacional de Descanso e incapaz de abandonarse en los brazos de Morfeo. Una intensa preocupación le devoraba y ni las tres ráfagas de potenciador de sueño que había solicitado a la habitación habían conseguido rendirle. El mecanismo del Campo gemía levemente, a un nivel casi ultrasónico, pero Sal Huisman lo encontraba particularmente irritante:

—¡Más sueño! —gritó. Del cabezal del Campo surgió una neblina difusa de potenciador que sólo consiguió embotar sus maltrechos sentidos.

Era inútil: la angustia le dominaba. A duras aguantó las arcadas hasta llegar al baño. Allí vomitó dentro de una bañera metálica con patas que intentaba evocar un olvidado estilo isabelino inglés. Cuando acabaron las convulsiones, Sal contempló el final de su cena, reflexionando sobre la posibilidad de leer el futuro en los posos de la misma.

Todos los ruidos le molestaban, le aterraban. Imaginaba enjambres de hombres y cyborgs armados que rodeaban su suite cada vez que oía moverse el elevador y, a la vez, le asustaba insonorizar la estancia para no sentirse desprotegido.

Se vistió, abrigándose bien con una gruesa pelliza y su gorro de astracán, para intentar pasar desapercibido. A pesar de que pensaba recorrer la mayor parte del recorrido por calles climatizadas o recubiertas, era posible que tuviera que afrontar espacios abiertos y a esas horas de la noche, la temperatura podía haber alcanzar unos 30º C bajo cero... ¡Qué lejos estaban los tiempos en los que se calentó artificialmente esta parte del planeta para crear un destino turístico! La antigua publicidad de 20 años atrás decía: “Ostrich City, el Miami del Cinturón Exterior”... Y mucha gente se preguntaba qué era Miami, ignorando que había sido esta meca playera la capital de los Estados Unidos a mediados del siglo XX, antes de desaparecer devorada por las aguas del Golfo de México.

Cuando las cosas se pusieron difíciles en la Tierra, se buscaron nuevos lugares donde los numerosos ricos pudieran gastar su dinero y Athena era uno de ellos. Cuando las cosas se pusieron difíciles en la Galaxia, Athena era un lugar tan malo como la Tierra.

Sal asomó la cabeza al pasillo, miró a los lados y al no ver nada peligroso se aventuró en el mismo. Casi se le para el corazón cuando al abrirse las puertas del elevador vio a una persona disfrazada, pero no era más que El Ascensorista: una figura anticuada que intentaba rememorar sin éxito el pretendido lujo de siglos pasados. Le costó unos segundos identificar al personaje, tan presa estaba del pánico.

—¿A qué piso, señor? —preguntó El Ascensorista.

—¿Usted qué cree? —respondió Sal con inocultado cinismo.

—No lo sé, señor. No me pagan para que crea nada —contestó El Ascensorista—: Mi trabajo se limita a apretar el botón que se me exija.

—En ese caso apriete el botón de la planta baja.

Y eso hizo. Al pulsar el cero en el cuadro termodigital, el ascensor se proyectó hacia abajo con la fuerza de un meteorito de cristal y acero. La cabina descendió a tal velocidad que a Sal Huisman le faltó poco para vomitar también el antipasto. Por suerte para el servicio de mantenimiento del hotel, se contuvo. En menos de un walter, descubrió lo horrible que hubo de ser la vida de los rumiantes, unos mamíferos vertebrados extinguidos hace más de dos siglos que al ser exprimidos derramaban un líquido áspero y mortecino llamado leche.

Eran otros tiempos. Entonces a los walters se les llamaba minutos. Y horas a los bismarcks. Lo que hoy conocemos como scott, recibía hace muchos años el ridículo nombre de segundo. Todo eso, afortunadamente, forma ya parte de la historia. Desde que el gran Walter Scott Bismarck colonizase el planeta Athena en el año 2075 la clasificación temporal terrestre pasó a mejor vida. Así sucedió también con los meses del calendario, que pasaron a ser trece. El decimotercer mes del año athénico se denominó 'Burtembre' en honor al actor favorito de Bismarck: Burt Reynolds. Un clásico que vivió entre los siglos XX y XXI.

Faltaban sólo diez días para Burtembre. Después de muchos años, Sal Huisman iba a pasar solo las Navidades. O tal vez no.

Escogió la opción difícil: en lugar de bajar hasta el primer sótano y pasear por las avenidas subterráneas, Sal abandonó el hotel por la antigua entrada principal en los tiempos del calor mientras el botones le miraba con incredulidad. Sal le sostuvo la mirada, arrogante, y se sumergió en la fría noche. A los pocos segundos se le había congelado la arrogancia.

No sabía si la temperatura era inferior a los 20º C bajo cero, pero la sensación térmica era terrible, incluso castradora. Se dio cuenta de que su vestimenta no era apropiada y que no aguantaría mucho tiempo en el exterior, mas bajar por el "Moon By The Sea" sería perjudicial para su recién adquirido prestigio de oso polar, así que optó por coger la primera boca, que se encontraba a una manzana del hotel.

La calle estaba absolutamente desierta: tan sólo unos robots Gestores de Tráfico Aéreo se balanceaban a unos metros sobre su cabeza. Sus pasos resonaron por los adoquines metálicos, mientras observaba su propio aliento condensarse al correr, mientras sentía arder sus pulmones por el frío.

—¡Puerta, puerta! —empezó a gritar, buscando que se abriera la boca.

Mientras se afanaba en encontrar la maldita boca del sistema subterráneo, añejos hologramas publicitarios se iban desplegando a su paso. Actrices con tres pechos anunciaban protectores para la piel enfundadas en sus bikinis de piel de flader, mientras desfasadísimos robots Mortrog C-501 promocionaban Glugg, la bebida de moda de hace dos décadas. A saber cuántos años llevarían aquellos hologramas vendiéndole humo al congelado aire de Ostrich City.

Sal Huisman, completamente congestionado y aterido por el frío, no se hallaba entonces en disposición de reparar en un pequeño detalle: Muy probablemente, él iba a ser el último humano que visualizase aquellas dos viejas campañas publicitarias. El frío atroz tuvo la culpa. El frío atroz le impidió ser importante por una vez en su miserable vida.

En aquel momento lo único que preocupaba a Sal era alcanzar el vientre de la ciudad, por donde fuese. Miró hacia todas partes, pero todos los establecimientos estaban cerrados a aquel nivel. Todos salvo uno: Big Joe estaba abierto.

La puerta estaba abierta. Y Sal entró sin pensárselo.

La puerta se cerró automáticamente detrás de Sal, que sufrió el golpe de un ambiente caluroso dentro del local. No sólo era la temperatura: el ambiente estaba cargado, denso. Costaba respirar y Sal se imaginó nadando en el interior de un útero materno: le divirtió la imagen.

"Pfffffftttiiii...iiiitttpff...pffp...pppff"

El ruido de la flatulencia —en intensidad y duración— fue tal que a Sal se le aceleró el corazón. Instantes después percibió una vaharada pestilente —una ola de pedo casi sólida— que le mareó tanto que tuvo que apoyarse en una grasienta pared para no derrumbarse. Las lágrimas afloraron mientras intentaba soportar las arcadas y enfocar la vista en una inmensa figura que se alzaba detrás de un mostrador casero hecho de alguna aleación local.

Big Joe era una mole de grasa de unos dos metros, con la cabeza casi calva y todo él perlado de un sudor que semejaba mantequilla. Vestía una túnica que en tiempos fue blanca y se secaba una mano (Sal no quería saber de qué estaba manchada) en ella.

—¿Puedo ayudarle, amigo? —preguntó Big Joe, mientras emitía una serie de cuescos cortos ("Pfttt... Fti... Pfttss") que golpearon a Sal en una rápida sucesión de ganchos derecha-izquierda. Big Joe era un boxeador de la flatulencia cuya baza no era desde luego el movimiento de piernas, ya que se mantenía muy quieto mirándole con cara de distraído. "Sólo le falta silbar al hijoputa", pensó Sal.

—¿Puedo ayudarle en algo? —repitió Big Joe arqueando las cejas.

—Necesitaría establecer una comunicación urgentemente —respondió Sal intentando desviar su atención por un momento de la sinfonía de ruidos y olores que desprendía aquel inmenso saco de mierda apestosa.

—Gírese —dijo Big Joe mientras trazaba en el aire un leve círculo con el dedo índice—: El locutorio está justo detrás de usted.

Sin dejar de contener la respiración, Sal asintió con la cabeza en señal de agradecimiento y se dio la vuelta, pero no encontró allí ningún locutorio. Cuando volvió a girarse hacia el mostrador, extrañado, sintió un terrible impacto en la cabeza. Una punzada aguda acompañada de ruido de cristales rotos. Una botella. Alguien acababa de estrellar una botella contra su cabeza.

Lo único que acertó a ver antes de caer al suelo fue una sombra alargada, una figura frágil y borrosa, tambaleante. Lo último que oyó mientras se desvanecía fue la voz grave de Big Joe diciendo:

—Sacad a este cerdo de aquí.

Time: 04.30

Sal sintió cómo le arrastraba Big Joe, que comentaba:

—¡Qué manera de tocar las narices!

—¿Quién creesss que ess? —Siseaba otra voz en las sombras— ¿Un espía, un policía?

—¡Coño, no! —Contestó Big Joe—. Pero tampoco un curioso, no hay casualidades a estas horas en esta zona.

—Lo echamosss a la basssura, ¿eh?... En trocitos, sí, trocitos —decía la otra voz.

—Nuestro buen Jesús dirá. Venga, ayúdame a bajarlo por las escaleras.

Sal intentó erguirse para explicar con brillantez dialéctica que todo había sido un tremendo error, cuando vio cómo su cabeza caía y se golpeaba contra el borde de un escalón. Se sumió de nuevo en la oscuridad mientras escuchaba de fondo:

—¡Joder Willy, sujétalo bien!


***


Time: 04.33

Un tremendo dolor que partía de sus testículos, convertidos en una bolsa de horribles sensaciones, le espabiló de nuevo.

—¿Cómo te llamas, cerdo?

A Sal le costó unos instantes recuperarse y vio a un hombre joven pero ajado por la vida, apoyado en el borde de un escritorio. Estaba musculado y tenía un gran tatuaje de presidiario en el antebrazo izquierdo; su rostro, marcado por varias cicatrices, se disimulaba con una ligera barba. Big Joe se refería a él como el señor Myers.

—¿Cómo te llamas? —repitió.

—Sal... Sal Huisman.

Al momento, Sal percibió que había dicho algo incorrecto, que su nombre había despertado alguna asociación de ideas no deseada.

—Mierda —dijo Big Joe. Y soltó un gran pedo para aportarle dramatismo al momento.

—Sacadlo de aquí —dijo Myers.

viernes

CAPÍTULO 2

El suicida tiene la espalda peluda y los sesos esparcidos por el pavimento. Está literalmente plantado en el asfalto, con las piernas hacia arriba formando la señal de la cruz. Desconozco si esta postura tiene algún significado místico o es simple fruto de la casualidad o mera acrobacia.

Los especialistas han dictaminado que, por el radio de expansión de los restos, la caída se produjo desde una altura de 517 pisos. Desde el hotel “Moon By The Sea”, para ser exactos.

La sangre y las vísceras han salpicado toda la calle. Han llegado hasta el cuarto piso del hotel. Con el frío se han secado. Calculo que será muy difícil limpiar esas manchas.

Vestía camisa sepia. O eso parece. Hemos encontrado jirones de tela de ese color junto al cadáver. No hemos hallado, sin embargo, rastro alguno de sus pantalones, ni tampoco ninguna identificación. Podría ser cualquiera.

El suicida tenía los pies grandes. Grandes y sucios. Tenía las uñas largas y pelillos negros en todos los dedos salvo en los meñiques. Y pelotillas de mugre entre los dedos.

Nadie dijo que éste fuese un trabajo agradable.

Los huéspedes de la planta 517 permanecen retenidos en sus habitaciones. Sólo una de ellas está vacía: La habitación 115. La suite presidencial del ático del “Moon By The Sea”.

La habitación está registrada a nombre de Val Buisman. Sospechamos que pueda tratarse de él.

Miranda, la detective Butler, se acerca. Es una belleza escandinava de unos veinticinco años. Observo su risa inocente, esos ojos verdes en los que navego todos los días desde su llegada a la policía de Ostrich City, su pelo rubio rizado que aspiro cada vez que pasa a mi lado y hoy le digo sin decir: Me gustaría pasar contigo la noche más oscura.

Me la ha enviado. Es un regalo de Dios, pienso.

En el fondo de mi alma sé que es una esbirra de Fabrizio Chinarro, pero actúo como si no lo supiera. Es la vida asquerosa de Athena, un planeta de viejos idealistas vendidos a un mafioso a 20 semanas-luz de aquí. Es la vida asquerosa del sargento Radzinski, un viejo encaprichado de una asesina, que intenta recordar cómo era sentir algo en su pétreo corazón.

—¿Quién es el reventado, Miranda? —le pregunto.

—No es Huisman —me confirma.

Soy incapaz de decir si es feliz. Incapaz de discernir si hubiera preferido que su trabajo hubiera acabado aquí o si disfrutará encontrando al terráqueo, torturándolo, comiéndose trozos de él o de su familia en su presencia. No lo sé y no quiero saberlo, porque si no me volvería totalmente loco.

En ocasiones me pregunto si no lo estaré ya.

También me pregunto mirando al meteoro humano caído a mis pies: ¿Si no eres Huisman quién eres? ¿Por qué te han matado? ¿Qué hacías ahí?

Hemos repasado los datos del registro del hotel. Está claro que Val Buisman no era más que una distorsión fácil de la firma de Sal Huisman. Me extraña mucho la poca originalidad del delincuente más buscado del planeta. Sólo la falta de medios justificaría una falsificación tan tosca y pueril. Me niego a creer que sea tan necio. Me cuesta creer que sea tan estúpido.

Las tetas de Miranda sobre el mostrador de recepción me han puesto muy cachondo. He tenido una erección de más de un minuto durante el trayecto en ascensor hasta la última planta del hotel. Me siento orgulloso de mi vieja polla. Me siento vivo.

Las tetas de Miranda son blancas y redondas como dos lunas vírgenes. Por suerte para mi dignidad, la gabardina me cubría la polla. Creo que ni ella ni el ascensorista se han dado cuenta de lo dura que la tenía. No es que abulte demasiado, pero los pantalones de licra thermolactyl del uniforme no dejan demasiado a la imaginación.

No puedo dejar de pensar en sus tetas balanceándose sobre mi cara. Estás enfermo, me digo con frecuencia. Eres un maldito viejo enfermo. Y no hago más que pensar en tetas blancas y sudorosas. Tetas de marfil. Tetas redondas de novicia. Pienso en ellas a todas horas.

—Hemos llegado —ha dicho el ascensorista. Ha sido entonces cuando mi polla ha desistido y abandonado al fin su actitud beligerante. Inútil pero confortadora.

Le he dado al botones una propina de 400 drulocks y nos hemos encaminado hacia la suite principal: La habitación 115.

Mientras caminamos sobre la alfombra de pelo largo me digo: Siph, eres un jodido romántico. Y no me falta razón. Sólo un estúpido sentimental como yo se pondría a escribir un diario. A mi edad.

El director está esperándonos en la suite. En silencio nos abre la puerta, pasamos y la cierra detrás de nosotros. Aparentemente, se le han pasado las ganas de discutir que manifestaba un par de bismarcks antes.

Un viento helado barre la habitación, haciendo volar alrededor de la misma hojas en blanco con el membrete del hotel:

—¿Qué es eso? —pregunta Miranda.

—Es papel —contesto. ¿De dónde ha salido esta chica, por Dios? ¿De la selva?

Ella se encoge de hombros, inocente y deseable, torturadora.

—No me gustan las antigüedades —explica.

Nos paseamos por la sala. Salvo por el hecho de que la barrera calórica de la terraza está abierta, no encuentro inicialmente nada inusual. Los cortinones de terciopelo ondean amenazadores y una lámpara de araña se balancea en el techo peligrosamente. Camino sobre las hojas, las cuales han volado del enorme escritorio, hecho de un material que imitaba la desaparecida madera de caoba de una forma que imagino muy acertada. Miranda coge una de las hojas y la contempla con estupefacción.

A su joven edad, toda firme toda ella, Miranda ignora la ola revival del siglo XX que nos había azotado hacía más de 30 años athénicos. Terrible plaga de langostas sólo comparable al resurgir del reggaetón que sufrimos a principios de este siglo. Dicho revival había provocado casos como el Moon By The Sea, espeluznante ejemplo de lo que nunca debería volverse a repetir: Un hotel monstruo con más de 10.000 habitaciones, que sólo se mantenía abierto gracias a las subvenciones que recibían actividades deficitarias como las turísticas; con una arquitectura y decoración pretendidamente inspirada en los comienzos de dicho siglo el hotel era un anacronismo decadente.

Me veo a mí mismo. Contemplo a Miranda que ha descubierto la utilidad del papel y lo mastica con entusiasmo mientras me sonríe y comprendo que los anacronismos decadentes tenemos un encanto especial, que sólo personas excepcionales pueden apreciar.

Mientras Miranda, a horcajadas sobre la moqueta de color caqui, se encarga de cumplir con los procedimientos de rigor, tengo que contar hasta veinte para no perderme y cometer una estupidez.

Para intentar pensar en otra cosa, miro hacia cualquier parte. Recorro con la mirada cada rincón. No veo nada que nos pueda servir. En la otra esquina de la habitación, el director del hotel permanece erguido junto a la puerta con los brazos cruzados. Nos mira por encima del hombro. Como si pudiese permitírselo el muy tonto.

—¿Ha entrado alguien en la habitación antes que nosotros? —le escupo desafiante.

—No —dice en un hilillo de voz decididamente ridículo— Nadie. Nadie ha entrado aquí antes. Quiero decir, desde que ocurrió el lamentable incidente.

—Sí, ya —le corto— Muy lamentable.

Miranda no deja de mover su maldito culo de un lado a otro de la habitación. Se me acaba de ocurrir una buena idea: Voy a contar hasta ciento quince.

Ciento quince habitaciones. Ciento quince suicidas desconocidos. Ciento quince hojas de papel blanco con membrete revoloteando como golondrinas de celulosa por la habitación.

Ciento quince culos de Miranda dispuestos en fila, moviéndose al ritmo del jodido reggaetón. Moviendo su culo de esa forma nerviosa, espasmódica, animal.

Que alguien apague esa música. Que alguien detenga ese culo.

Tengo que morderme el labio inferior y respirar hondo.

—¿Sería tan amable de desconectar el hilo musical? —le digo al director.

—Lo siento —dice sonriendo— Alguien ha debido de manipular el interruptor.

—Déjalo —grita Miranda desde el fondo de la habitación— Esta música me gusta.

Ahora está de rodillas, con el culo en pompa mirando hacia nosotros. Empiezo a delirar. Veo una diana sobre sus nalgas. Creo que al director también se le ha puesto dura, pero lo disimula mejor que yo.

Estoy a punto de abandonar la habitación como un cobarde, cuando Miranda se gira con una sonrisa llena de dientes y de malicia y me dice:

—Creo que he encontrado algo.

Y lo dice así, como si tal cosa.

—¿Qué tienes? —le digo.

—La bolsa de su equipaje: sólo hay ropa sucia, un neceser y un hololibro.

—Llevémoslo a la Central.

Ella asiente. Se mueve un poco desde su posición arrodillada. Parece que algo va a asomar por encima de su pantalón que cae cruel, milímetro a milímetro. Me estoy sulfurando: voy a estallar. Nunca pensé que a mi edad pudiera volver a sentir esto. El director del Moon By The Sea lucha por empujar el pantalón de la detective con su fuerza mental y aire distraído desde el quicio de la puerta, el cual acaricia... Asqueroso.

—Hay otra cosa —dice Miranda.

—¿Qué? —contesto, limpiándome la baba que gotea por mi barbilla con la manga de mi chaqueta. El corazón golpea mi pecho como un tambor desquiciado. Mis manos comienzan a temblar: piensa en otra cosa, me digo. Soy un vampiro ante sangre fresca.

—El hololibro… Está abierto por uno en concreto. Nunca te imaginarías cuál.

—Dime.

—Berlín-Lisboa.

—No me lo puedo creer —aseguro— Berlín-Lisboa del Doctor Morán. Un hololibro difícil de conseguir.

—Como te lo cuento —asegura. Se pone en pie con inmensa facilidad y, afortunadamente para los dos —para los tres, si incluimos la salud mental del director—, su culo deja de estar en mi punto de mira.

Dejo de contar icebergs.

Por más que lo intento, no consigo imaginar a Sal Huisman leyendo. Y menos aún una obra tan densa y plagada de significados como la que marca el separador digital de su hololibro, Berlín-Lisboa.

Su autor, el doctor Pietro Eugénides Morán, fue una eminencia terráquea a finales del siglo XXI, aunque no disfrutó de aquel reconocimiento en vida: Tuvieron que pasar varios lustros después de su muerte para que el mundo entero reparase finalmente en el verdadero valor de su presciencia.

Era un viejo español chiflado, decían. Un enfermo de Crohn que consumió sus últimos años enclaustrado en una habitación de cuatro metros cuadrados escribiendo profecías aparentemente absurdas pero que terminaron por cumplirse. Todas y cada una de ellas. Al pie de la letra.

Predijo, entre otras muchas cosas, que los armenios dominarían el mundo. Y no se equivocó. Adivinó también la existencia de nuevas galaxias. Incluso se atrevió a describir este planeta con pelos y señales. Escuchen si no lo que decía hace más de trescientos años:

“(...) Nuevas formas de vida molecular se desarrollarán criogénicamente en laboratorios especiales dotados de modernísimos sistemas infrarrojos, para alumbrar nuevas especies de híbridos mutantes que provocarán el advenimiento de un nuevo orden (...)”

“La vida en nuestro planeta se hará tan difícil entonces que los más débiles, siguiendo el principio de selección natural, se morirán o no tendrán más remedio que emigrar a otros planetas, tal vez a otras galaxias (...) Esta situación provocará un éxodo masivo que sumirá al planeta Tierra en un caos profundo e irreversible, mayor aún que el actual, y la caída de todas las fronteras, tal y como hoy las conocemos (...)”

“El planeta dorado, —se refiere a Athena— iluminado día y noche por la luz incandescente de sus trece lunas, reunirá las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida humana. (...) No obstante, y debido a la naturaleza criminal de los emigrantes que logren llegar a este planeta, imperarán el desorden y la ignominia y los clanes se harán con el control de las cosas”.

Escalofriante que un solo hombre pudiese adivinar todas estas cosas sin moverse de casa.

El título del libro, Berlín-Lisboa, hacía referencia a las dos últimas capitales que permanecieron en pie antes de la hégira masiva interplanetaria. Ambas estaban emplazadas en una vieja porción de tierra llamada Europa que los terráqueos llamaban continente. Ahora las ciudades no tienen nombre allí. Son sólo páramos desiertos, cenizas de lo que fue una vez aquel planeta. Un museo decadente, un monumento a la ignorancia humana. Eso es la Tierra.

Y aunque aquí la situación no es menos sórdida, es en momentos como éste cuando más orgulloso me siento de haber nacido aquí, en Ostrich City, en el planeta Athena. A pesar de toda la mierda que puedan decir, adoro esta ciudad.

—Vámonos —le digo a ese par de tetas con ojos.— Con esto tenemos más que suficiente.

—Espera, Rad, se me ha pegado algo al zapato —me contesta. Y flexionando su pierna izquierda eleva su talón hasta el culo, rozando sus nalgas con el tacón rojo de aguja. Y me dice:

—Sácamelo, anda.

Y eso hago. Procurando no quemarme, procedo a despegar el papel que se ha adherido a la suela de su zapato. Un ridículo pedazo de papel con membrete, negro y pisoteado, testigo del número 36 que calza Miranda Butler. La marca perfecta del pie de Cenicienta.

Igual que una señal, el pie de Miranda nos ha querido decir algo.

Se puede leer algo bajo la huella de su zapato. Se lee:

© Ray Hodges

—Leelan Spandarian. ¡El Clan de los Armenios!

—¡Mierda! —dice Miranda.

El Clan de los Armenios no era más que una nueva forma de denominar a una vieja mafia. Antes de la primera crisis de la Tierra en el año 2290, durante los Felices 80, los Armenios eran perseguidos sin descanso por las fuerzas de seguridad terrestres y, a pesar de su inmenso poder, se veían arrinconados por una ciudadanía que estimaba que sólo las mafias se interponían entre ellos y la definitiva prosperidad. Los Armenios, el clan más importante, se había trasladado a Athena, buscando un sitio más tranquilo desde el cual gestionar sus actividades, sin la presión continua de los terráqueos y aprovechándose de la teleportación que hacía furor en esos días.

Alrededor de 2295, se habían instalado definitivamente en Athena, haciéndose con el control de los tour operadores espaciales que empezaban a invadirnos con las malditas divisas. En nuestro planeta controlaban el juego, las drogas y la prostitución, las tres actividades legalizadas por la I Constitución de Bismarck en el 2077 y que habían supuesto el despegue económico de nuestro planeta.

Los Armenios lo controlaban todo y, a esas alturas, no les importaba lo más mínimo una Tierra en decadencia. El dinero estaba aquí.

Ante la falta de liderazgo, en la Tierra nuevas bandas se habían comido el pastel. Desde principios de siglo Fabrizio Chinarro había surgido de las cloacas de Lisboa para hacerse con el control. Los Armenios se habían relajado y, con la distancia que de repente se había convertido en insuperable debido a la Crisis de la Teleportación, Fabrizio se quedó con todo.

Un plan de acción astuto y osado le permitió debilitar a los Armenios primero y luego atacarlos, pero no utilizando a su gente, sino principalmente a la policía y a diversos esbirros de Athena. Los cuerpos corruptos tenemos estas cosillas: nos vendemos al mejor postor.

Actualmente, con el turismo espacial reducido a cero, las actividades más provechosas volvían a ser las clásicas putas y las drogas; cualquier cosa que sirviera para olvidar la Galaxia en la que estamos. Fabrizio Chinarro era, de facto, el emperador en la Tierra, pues los Estados tenían un papel meramente testimonial (carecían de ejércitos organizados) en esa selva en la cual se ha convertido el lugar de nacimiento del gran Burt Reynolds. La verdad es que mandaba sobre todo el Sistema Solar... y hasta ahora también aquí.

Su principal mérito era su legendaria crueldad y, a la vez, su generosidad: a todos los participantes les dejaba ganar un pellizco importante y los mantenía contentos, salvo que alguien de la cadena fuera demasiado codicioso. Con ése no tenía piedad.

Sin embargo, en los últimos meses, había aparecido un nuevo líder armenio en Athena, que había reagrupado el clan: Leelan Spandarian —o L.S. como le gustaba hacerse llamar— había conseguido apartar a los hombres de Chinarro de la ciudad. Conocido por su extrema ferocidad, manejaba con mano de hierro el mundo del hampa de Ostrich City. Si Huisman venía a verle o si tenía algún tipo de relación con él, eso no podía traernos nada bueno. No tenía ninguna intención de que comenzase una guerra de bandas interplanetaria.

Nuevas preguntas aparecían y seguía sin saber en que lugar encajaba el pretendido suicida.

—¡Te habrás quedado a gusto! —me increpa Miranda frunciendo su ceño hasta entonces inmaculado—: La próxima vez que toque clase de historia me avisas y traigo el grabador de notas.

—Cuando te lo propones, puedes llegar a resultar francamente hiriente —le respondo, no sé para qué.

—¡Sigue tocándome las narices y comprobarás lo hiriente que puedo llegar a ser, viejo estúpido! —dice ella levantando la voz, mientras pone los brazos en jarra sobre su cintura, amenazante.

No insisto. Esta noche no tengo ganas de ponerme a discutir con Miranda Butler.

Salimos de la habitación. El director del hotel está sentado en el butacón isabelino que hay junto a la puerta. Me pongo a rebuscar en todos los bolsillos intentando encontrar mi expendedor digital de holotarjetas; sólo encuentro 250 drulocks en calderilla y una pelusilla de licra thermolactyl en el bolso derecho del pantalón de mi uniforme.

Me pregunta si ya pueden recoger la habitación. Le digo que sí mientras asiento con la cabeza y, acto seguido, pulsa con cuatro dedos el enorme botón púrpura que hay a sus espaldas. Es para llamar al servicio de limpieza, me explica. Como si me interesase lo más mínimo.

—Si lo que buscas es el expendedor de tarjetas, —advierte Miranda— deberías saber que está en la guantera del aeromóvil.

—Oh, mierda.

Desorientado, con el puñado de monedas en la mano, le digo al director:

—Si ocurre cualquier cosa, si se entera de algo que debamos saber, llame inmediatamente a la comisaría. Pregunte por el sargento Radzinski.

—Radzinski —repite el director con un aire oligofrénico.

—Eso es. Muy bien.

Y entonces no se me ocurre nada mejor que dejar mis monedas sudadas en su mano. Como un terroncito de azúcar de recompensa. Como premio por haber sido capaz de recordar mi apellido de judío. Apuesto a que no es la primera propina que recibe.

—Por las molestias —le explico sonriente, para su desconcierto.

De camino al ascensor, nos tropezamos con el encargado de mantenimiento. Algo en él dispara mis alarmas al instante. Le digo a mi compañera:

—¿Te has fijado en eso?

—¡Oh, no me digas que lleva la turbofregona sin retorcer! —A veces tiene más gracia.

—No, no es eso. Fíjate en su camisa. ¿Has visto de qué color es?

—Parece de color crema —dice ella sin demasiada convicción.

—Sepia, Miranda; el mismo color de los jirones que encontramos junto al suicida: El muerto formaba parte del servicio de mantenimiento del hotel. Quizá lo confundieron con Huisman, quizá lo mató él. Eso es lo que tenemos que averiguar.

Entramos en el ascensor. Huele a sudor y a esencia de pino.

jueves

CAPÍTULO 3

Time: 05.12

Sal Huisman se despertó en la Calle A-Shegundah. Empezaba a ser una fea costumbre levantarse apaleado cada rato. Alguien lo había dejado a los pies de una boca de acceso... Por un momento, había pensado que Myers y su banda iban a matarlo; sin embargo, cuando a duras penas pronunció su propio nombre, lo dejaron ir.

La boca daba a un elevador que le había llevado desde la superficie a las avenidas subterráneas: la zona más moderna y desarrollada de Ostrich City. Desde el cambio climático, era la zona en la cual se desarrollaba la vida cotidiana, pues cuando soplaba el cierzo athénico, la sensación térmica fuera del cálido subsuelo se iba a unos 60º bajo cero. Como empezaba a comprender, sólo gente de la peor calaña habitaba la superficie en las noches de Ostrich City.

A-Shegundah era una calle pequeña, dedicada fundamentalmente a tiendas de empeño y hololibrerías de viejo.

Tres niveles conformaban el subsuelo de Ostrich City:

En el primero se encontraban los accesos a los locales comerciales y a las viviendas. No había un solo edificio que no se hubiese adaptado a las nuevas circunstancias climáticas del planeta. Todos los inmuebles estaban dotados de su correspondiente entrada a la altura de la primera planta. La ley así lo establecía.

Grandes focos traumasphere de máxima potencia imitaban la luz natural del planeta Tierra contribuyendo a aportar una sensación cálida y acogedora a los viandantes. Las luces se habían distribuido uniformemente a lo largo y ancho de las galerías de la ciudad. Estaban repartidos por techos y paredes, de tal forma que no había un solo resquicio del primer nivel que no estuviese iluminado.

Había salidas de emergencia a cada paso y múltiples altavoces que reproducían sonidos terrestres tales como el murmullo del mar o el delicado canto del estornino californiano. Estas maravillosas pequeñeces, que relajaban sensiblemente a los ostrichianos, eran obra de Takeshi Oshinaga, el artista conceptual de moda durante las últimas tres décadas. Un portento.

Los conductos del aire del primer nivel estaban dotados de gigantescos ambientadores con aroma a rosas y lavanda que, si bien no conseguían ocultar del todo el fuerte olor a gas y a humedad proveniente del segundo y tercer nivel del subsuelo, sí contribuían a que los ostrichianos aparcasen sus preocupaciones mientras paseaban por las calles de la subciudad. Alguna sustancia mezclada con el aire los mantenía prácticamente drogados a todas horas.

También se habían dispuesto cientos de carteles de carácter moral en que se recordaba a los ostrichianos lo esencial y saludable de desarrollar una conducta pacífica y correcta. Walter Scott Bismarck los mandó fijar a comienzos del siglo XXII, en plena era del Desmadre Intergaláctico. Eran así:

© Ray Hodges

'Burt Reynolds no lo aprueba'. Y nadie contradice a Burt Reynolds en esta ciudad.

Así que se puede decir que, en 2315, el subterráneo de Ostrich City era algo bastante parecido a los grandes centros comerciales que florecieron durante el Siglo de la Globalización. Semejante a cualquiera de los Armenian Malls o los Karabekian Centres de Miami o Estambul.

El segundo nivel estaba destinado al tráfico de aeromóviles. Y, debido a la gran cantidad de gases tóxicos que emitían las micronaves, era imposible acceder a él sin una equipación especial. Sumergirse en la segunda planta era aventurarse en una peligrosa dimensión humeante donde la única ley que regía era la del más fuerte. Algo así como conducir en Madrid hace trescientos años.

El tercer nivel lo empleaban los transportes públicos y las empresas de abastecimiento. Las malas lenguas decían que la tercera no era la última planta, que había otra más y que en ella se desarrollaban oscuras actividades. Pero nadie llegó jamás allí. Y, si lo hizo, no vivió para contarlo.

Sal Huisman miró a su alrededor y se tocó la cabeza con la yema de los dedos. La sangre no tardaría en secarse del todo.

Time: 05.15

Estaba asustado. Asustado y desorientado como pocas veces había estado en su vida. Su respiración se aceleraba, su corazón palpitaba de manera descontrolada y estaba empezando a sudar: Estaba sufriendo un ataque de pánico.

Recordó por qué había salido en mitad de la noche: buscaba a Leelan Spandarian. Unos días atrás una persona conocida le había dado una manera de contactar con el jefe del Clan de los Armenios. Sí, ése era su único objetivo en ese momento, hablar con Spandarian; él sabría qué hacer; él entendería qué estaba pasando.

Se levantó mareado del suelo, acompañado por el desagradable ruido provocado por un reseco trozo de mierdiblub que se había pegado a sus pantalones y contempló la falsa superficie abovedada de la calle A-Shegundah: no se veía una imitación de las 13 lunas que siempre eran visibles en el exterior sino del Sol. Aparentemente, se intentaba evocar una atmósfera más terráquea que athénica. ¿Dónde estaba el famoso espíritu nacional de Athena?

Ahora comprendía la inmensa polémica que la obra de Takeshi Oshinaga había provocado en su tiempo. En el primer nivel del subsuelo se adoptaba en la práctica la hora de Berlín y, a altas horas de la madrugada como ahora, era media mañana en la antigua capital alemana, con lo que la calle estaba abarrotada de señoras comprando compulsivamente en las tiendas más lujosas de Ostrich City.

Sal se secó el sudor de las manos en su pantalón, recogió su ya clásico gorro de astracán del suelo —a estas alturas parecía más una rata muerta que otra cosa, aunque para Sal era suficiente conque se mantuviera milagrosamente a su lado cual fiel mascota—, respiró profundamente y se adentró en la fiera corriente comercial de las Avenidas Subterráneas de Ostrich City.

Los empujones de los locales y los gruñidos con que le obsequiaban las madres pijas con su niños pijos no ayudaban a que se tranquilizara. Todo comenzó a dar vueltas ante sus ojos, la realidad se volvía borrosa mientras escuchaba de fondo un coro de improperios acusándole de vagabundo. Alguien lo lanzó de un golpe contra la pared de un edificio, contra un cartel del gran Burt Reynolds.

Y Sal, que era muy suyo, sin saber muy bien por qué, soltó un impresionante lapo verde contra el apolíneo rostro del señor Reynolds, que impactó contra su frente y se deslizó grácilmente por su nariz.

Fue entonces cuando la multitud enloqueció.

Sal ya no recordaba por qué quería pasar desapercibido.

Time: 16:11

Sal Huisman se despertó molido y sobresaltado en una habitación extraña. Estaba acostado en un viejo sofá verde que olía a naftalina y a pis de gato.

Sólo la luz de una lámpara de lava iluminaba el cuarto. Lo justo para adivinar algunas formas familiares: La habitación era oblonga; los muebles eran antiguos y pobres. Y las paredes estaban pintadas de un color azul intenso.

Se incorporó con dificultad y comprobó que la brecha de su cabeza era aún más grande que la última vez que se palpó. La almohada sobre la que había estado descansando estaba empapada en sangre.

—¡Ouch! —fue todo lo que acertó a decir mientras se llevaba las manos a la espalda.

En cuanto retiró el termoedredón que le cubría, descubrió que estaba desnudo. Sólo sus calzoncillos de piel de flader seguían en su sitio. Esto le hizo sentir cierto alivio, pero no le ayudó en absoluto a resolver su desconcierto.

Exploró a conciencia la habitación pero no encontró su ropa por ninguna parte. Una punzada recorrió su espinazo igual que una descarga cuando intentó enderezarse.

Frente a él, una lámina horrible flotaba levemente torcida en la pared. Representaba una especie de animal en calzoncillos. Era un bicho negro, panzudo, con grandes orejas y ojos saltones. Un animal estúpido y sonriente calzado con unos enormes zapatos amarillos.

—Sólo un degenerado podría encontrar gracioso este dibujo —murmuró, como si intentase recordar su voz o recobrarla.

Oyó unos pasos que se acercaban e intentó esconderse. La habitación era demasiado pequeña para hacerlo, así que desistió y se volvió a cubrir con el edredón, resignado.

Alguien abrió la puerta torpemente. Era un viejecillo encorvado, anémico, con un ridículo bigote que parecía pintado sobre su labio superior.

—Buenos días, dormilón —dijo el anciano guiñando ligeramente los ojos.

—¿Quién es usted? —preguntó Sal.

—¿Qué importa quién sea yo? —respondió el viejo— Lo que importa es que le he salvado la vida. Además, si le dijera quién soy no me creería. ¿Cómo se le ocurrió escupir sobre la cara de Burt Reynolds, inconsciente?

—Fue un acto reflejo, si le soy sincero.

—Jamás había escuchado semejante procacidad. Es usted un temerario, señor...

—Rogers... Buck Rogers —mintió Sal.

—Señor Rogers, permítame que le diga que es usted un necio y un suicida.

—Muy agradecido. ¿Me dice dónde está mi ropa?

—Se la he lavado. Calculo que ya estará seca.

Sal se quedó callado durante unos segundos, caviloso y meditabundo, sujetándose los labios entre el pulgar y el dedo índice de la mano derecha.

—Tengo que irme enseguida —le dijo al hombrecillo del bigote anoréxico.

—¿Y a dónde piensa ir sin documentación? —replicó el viejo— Los agentes de la seguridad pública le arrestarán en cuanto salga a la calle. ¿Es eso lo que quiere? ¿Dar con sus huesos en la cárcel?

—No me queda otra opción. Tengo que encontrar a una persona.

—Seguro que podrá buscarla después de haber desayunado algo.

—Gracias —respondió Sal— No me vendrá mal comer algo, señor…

—Disney... —contestó el viejo— Mi nombre es Walt Disney.

Time: 16:13

Walt Disney. Su nombre despertaba algún lejano recuerdo en la dolorida cabeza de Sal.

Observó la hora en un viejo cuco de pared. Desde que salió del Moon by the Sea la noche anterior sólo había encontrado gentuza violenta, en la mejor tradición de Athena; de Myers a la gente de las Avenidas Subterráneas, todos le habían intentado agredir.

Había estado asustado en el hotel porque los sicarios de Chinarro entraran a matarle, cuando en Athena podía uno mismo salir a enfrentarse con la muerte a cualquier hora del día y de la noche.

—¡Qué planeta tan poco apacible! —pensó.

—Descanse aquí un poco más. No tenga tanta prisa —le dijo Disney, mientras salía de la habitación. Había algo raro en sus movimientos— Le voy a preparar un estupendo turkey leg, la especialidad de la casa. Y yo de usted no dejaría el castillo. Hay algunos exaltados esperándole fuera.

A Sal le extrañó mucho aquel ofrecimiento. Y no sin razón, pues una de las pocas cosas que sabía sobre Athena era que allí no existía vida animal. En efecto, ningún bichejo pudo soportar las condiciones naturales del planeta: La primera remesa que aterrizó en Athena no duró más de tres días. Y así ocurrió también con las que le sucedieron, hasta que a algún alma caritativa se le ocurrió cesar con la experimentación animal.

Los habitantes de Athena se alimentaban a base de productos exportados desde la Tierra; comida prefabricada y congelados de larga duración en su mayoría. Y también pastas vegetales y frutas confitadas, aunque en menor medida.

Todas las ciudades del planeta estaban dotadas de inmensos depósitos donde se acumulaba el agua dulce procedente de la Tierra. Para que se hagan una idea de la situación: En Ostrich City el consumo diario de agua estaba racionado; cada ostrichiano podía disponer de un máximo de diez litros por día.

Por eso Sal se sorprendió tanto cuando su anfitrión le ofreció turkey leg. Ningún pavo sobrevivió en Athena más de un minuto.

Disney se afanaba en la cocina entre ruidos de cacharros y zumbidos eléctricos cuando Sal decidió asomarse a la barrera calórica de la habitación para observar la calle. Estaba desierta.

El cielo había adquirido un delicioso tono purpúreo adornado de brillantes destellos rojizos a lo lejos. Las nubes eran más finas, casi imperceptibles a la vista. Aquel cielo era muy distinto del que lucía por las noches, naranja y electrizante. Por el día era mucho más bello.

Contemplándolo, Sal se emocionó al recordar las holopostales de Athena que su esposa Janine le solía enviar, describiéndole a cuentagotas el progreso de su enfermedad, contándole de mil formas distintas las mismas viejas cosas de siempre.

Janine comenzaba a recuperarse de las sesiones de quimioterapia cuando Chinarro ordenó a sus hombres que la desollaran. Después de superar con éxito un melanoma múltiple, dos desalmados entraron en la habitación y le arrancaron la piel a tiras. Así paga Fabrizio a quienes le agravian.

Sal había empezado a morderse el labio inferior para no llorar cuando Disney entró en la habitación. Sostenía en sus brazos una bandeja humeante:

—Aquí está su turkey leg, señor Rogers, recién salida del horno...

Pero la pierna no era de pavo como prometía. Aquella pierna tenía un pie de cinco dedos. Era una pierna humana.

—Creo que voy a pasar —dijo Sal.

—¿Por qué? —preguntó Disney. Su cabeza sufrió un violento espasmo. Parecía francamente sorprendido.

—No me va la carne humana. Soy de la Tierra —aclaró.

—Pero... ¡si esto es una pierna clonada! Generalmente no matamos a nadie en Athena para comer. Desde la Crisis de la Teleportación el Gobierno autorizó la cría de partes humanas clonadas para consumo. Son ejemplares de ADN que vienen de la Tierra y tienen el certificado de no pertenecer a nadie relacionado con la familia de un Athénico.

—Ese certificado no prueba, sin embargo, que no estemos ante la pierna de un tío lejano mío que se prestó a vender su ADN.

—Eso es cierto, mire usted —admitió Disney—. Aún así, creo que debería olvidar sus prejuicios y disfrutar. Esto no es un ser humano... en el fondo; es en realidad un magnífico ejemplo de la gastronomía norteamericana, siguiendo la antigua receta que empleábamos en mi parque temático antiguamente.

—¿Parque Temático? —inquirió Sal— ¿Cuántos años tiene, buen hombre?

—No quiera saberlo —dijo Disney dándole un entusiasta mordisco al turkey leg.

—Hablo en serio —insistió Sal intentando desviar su mirada del mentón aceitado del viejo—: Los parques temáticos desaparecieron hace más de dos siglos. ¿De qué me está hablando?

—Verá, señor Rogers… —dijo Walt Disney masticando cada sílaba— Es una historia larga y difícil de contar. ¿Cree usted en la resurrección de la carne?

—Básicamente no. Pero estoy dispuesto a escucharle… —contestó Sal Huisman, condescendiente.

—Bien: Yo nací hace más de cuatrocientos años: En 1901, para ser exactos, cuando los años todavía duraban doce meses. En el año 35 a. B. (antes de Burt) para que me entienda. Lo hice en Chicago, una ciudad muy parecida a Ostrich City en muchos aspectos.

—Aham —asintió Sal cuando lo único que pensaba era “Maldito viejo loco”.

—Tuve suerte. Las cosas me marcharon bien allá en la Tierra. Comencé haciendo animaciones, ya sabe, aquellos antiguos dibujos animados que divertían tanto a niños y mayores, y con el paso del tiempo acabé por fraguar un verdadero imperio que llevó mi nombre: Walt Disney. Muy pocos recuerdan ya ese nombre pero le juro, amigo mío, que en el siglo XX no había nadie sobre la faz de la tierra que no conociese al viejo Walt.

—Entiendo —contestó Sal con cara de circunstancias cuando lo único que pensaba era “Tengo que salir de aquí inmediatamente

—A los sesenta y cinco años pasé a mejor vida. Fallecí clínicamente. O eso dicen. Verá: Un año antes de descubrir que tenía cáncer de pulmón cayó en mis manos un librito muy interesante de Robert Ettinger, un catedrático de física de la Universidad de Michigan. Se titulaba “El prospecto de la inmortalidad” y confieso que lo devoré con fruición. En aquel tiempo ya estaba obsesionado con la idea de la muerte, pero especialmente con la idea de la vida eterna.

—Lógico —apostilló Sal sonriente, cuando lo único que pensaba era “Está como una auténtica cabra”.

—Llegué a fundar, fíjese usted, la Comunidad del Mañana. Pero fue un auténtico fracaso según he leído en los informes redactados por mis herederos. La idea era devolver al hombre la ilusión de ser inmortal, o al menos, de prolongar su existencia.

Sal permaneció en silencio; ladeó ligeramente su cabeza hacia la izquierda.

—Fallecí el 15 de diciembre de 1966, diez días después de mi sexagésimo-quinto cumpleaños. No me enteré de nada. Todo está en mi informe médico. La causa de mi muerte fue un paro cardíaco. La hora de mi defunción, las nueve y media de la mañana, hora de Burbank, Los Angeles, California.

—Dígame, ¿Intenta tomarme el pelo? —preguntó Sal, desconfiado.

—No —le cortó Disney—. Escuche: En cuanto mi corazón dejó de latir, me inocularon heparina para evitar que mi sangre se coagulara. Después me practicaron respiración artificial y masaje cardíaco externo para que la sangre oxigenada circulase a medida que mi cuerpo se enfriaba gradualmente con hielo. Me inyectaron una solución preservativa y crioprotectora, y finalmente se procedió a congelar mi cuerpo con el sistema de anhídrido carbónico descendiendo a niveles sub-cero.

—Lo normal —dijo Sal, cuando lo único que pensaba era “Está peor aún de lo que creía”.

—Todo esto, como ya le he dicho, lo sé por los informes de mi doctor de confianza, Rod Marshall. Una eminencia en aquella época. Siete generaciones de Marshalls han cuidado de mi cuerpo durante todo este tiempo, durante todos estos siglos.

—Creo que comeré un poco —dijo Sal mientras se servía un trozo de muslo encarnado y grasiento en su plato de papel del perrito Pluto.

—Así que, mire qué cosas, he estado hibernando durante más de trescientos años en una unidad cryo-care a una temperatura de -195 Celsius, abastecida de forma permanente con nitrógeno líquido BF5 System, en uno de los sótanos de la organización criónica Alcor Life Extension Foundation, en Scottsdale, Arizona.

—Interesante —dijo Sal limpiándose la barbilla con el antebrazo.

—Espere, le traeré una servilleta.

La servilleta decía “Disneyland Resort. Welcome to the Magic!”. Las letras, inscritas sobre la silueta de una especie de edificio con almenas puntiagudas, eran rústicas y doradas. Sal se deshizo de los restos de grasa contra aquella leyenda.

—Entonces, ¿Pretende decirme que tiene cuatrocientos catorce años?

—En cierto modo sí. Aunque reales sólo sesenta y nueve. Fui resucitado hace cuatro años. Pero mi antigüedad, como bien dice, es de cuatrocientos catorce años.

—¡Joder! —concluyó Sal mientras intentaba ahogar un eructo inútilmente. ¿Y cómo es que ha venido a dar aquí con sus huesos?

—Supongo que, como todos, porque esperaba que esto fuese mejor que la Tierra. ¿Le apetece postre, señor Rogers?

—Me apetece —contestó Sal, alias Buck Rogers— Y si fuese posible, me gustaría poder disponer también de mi ropa. Aquí hace un poco de frío, ¿sabe?

—No creo que sea inteligente salir a la calle con la misma ropa con la que entró, señor Rogers. Le reconocerán en cuanto salga y le lincharán —dijo Disney, pensativo, mientras miraba al techo de la habitación— ¡Espere! ¡Tengo algo en el armario de mi habitación que creo que podrá servirle!

Sal acabó de ajustarse la cabeza gigante de perro. Miró a Disney a través de la pupila inexistente de unos ojos falsos. De repente la oblonga habitación de chillones colores parecía tener mucho más sentido. El traje perruno le quedaba como un guante.

—¿Y dice que este… Goofy le hizo ganar mucho dinero?

—Una cantidad inimaginable señor Rogers, inimaginable. ¡Por esto me llamaron genio!

—Lógico también —dijo Huisman, pero pensó "Cu-cú".

Disney miró alrededor, inquieto.

—Mire —dijo—. Esto no me gusta nada. Le tengo mucho cariño a este traje de mi fiel amigo Goofy. Hemos pasado tantas jornadas inolvidables…

El anciano parecía a punto de ponerse a llorar. Su cabeza volvió a sufrir otro extraño espasmo y una lágrima se deslizaba, ya errabunda e histérica, por una faz aterradora, estirada y artificial. A Sal le recordó a la famosisísima Cher que falleció, cogida de la mano junto a la también mítica actriz Concha “Matusalén” Velasco, durante la Nochevieja del año 2277.

—No sufra, buen hombre. Se lo devolveré intacto —Sal dudó un momento antes de continuar— Si le digo una cosa… ¿mantendrá el secreto?

—Nadie me creería, hijo.

—¿Cómo puedo llegar al antiguo Palacio de la Ópera?

miércoles

CAPÍTULO 4

Time: 07.21

Si hay algo en esta miserable vida que odie más que encontrarme sin una sola gasa higiénica limpiadora en medio de una cagada es descubrir que algún gracioso se divierte a mi costa escribiendo estupideces en la barrera térmica que separa las dermo-letrinas de los lavamanos.

Miren lo que ha escrito el muy imbécil. Ha escrito:

Radzinski pichafloja y maricón

—Bien por ti, muchacho —me he dicho con mucho ardor al tiempo que apretaba el músculo orbicular y contraía mi esfínter.

Los hay que no se conforman con cagar dentro y fuera del dermo-inodoro. Los hay que no se conforman con agotar la última gasa higiénica contra su maldito culo. Los hay que no se conforman si no esparcen también su mierda por las paredes y las barreras térmicas de separación.

Supongo que tendrá que haber estúpidos en todas partes, pero a veces creo que todos han venido a parar a este jodido departamento. Al maldito Departamento de Policía de Ostrich City. En momentos como éste, no exagero si digo que los mataría a todos.

Miranda me espera junto a los lavamanos. Es otra de las cosas que no soporto ni soportaré nunca: Que alguien me apremie mientras cago. Especialmente si ando mal de vientre y no tengo gasas higiénicas limpiadoras a mano.

Tengo que hacer verdaderos malabarismos sobre la taza para quitarme los pantalones del uniforme sin que ella se entere. Antes de eso he registrado cada bolsillo de mi gabardina en un último intento desesperado por encontrar algo que sirva para limpiar mi maltrecho culo. Mientras tanto, Miranda se impacienta:

—¿Te falta mucho, cagoncete? —pregunta ella, feliz y cantarina, ignorando lo que me traigo entre manos.

—¡Enseguida termino! —maldigo entre dientes mientras suspendo las piernas en el aire intentando sacarme con el máximo cuidado mis calzoncillos de tres días marca Keclasse.

Los sostengo en mis manos por última vez. Son rojos y flexibles. Huelen como cualquier calzoncillo de tres días de cualquier hombre descuidado con problemas de próstata. No es ninguna sorpresa. Estos calzoncillos podrían servir como epitafio a toda una vida, sin embargo hoy van a salvarme de un ridículo mayor que el acostumbrado. Miranda resopla y golpea insistentemente el suelo de los baños con el tacón de su zapato. También la mataría a ella ahora.

Es muy triste ser viejo. No hay más que verme para darse cuenta.

Aunque con algunas dificultades, los calzoncillos han cumplido su función. He hecho una pelota con ellos y ahora viajan a través de los conductos de evacuación de la comisaría central. Pronto llegarán a la atmósfera y desaparecerán en cualquier agujero negro. Algún día me reiré recordando esta aventura.

Miranda grita ansiosa desde el otro lado de la barrera térmica:

—¡Acaba de llegar un holofax! ¡Han identificado al suicida!

Intento recomponer el gesto y secarme el sudor de la frente y las mejillas mientras me vuelvo a poner los pantalones de licra thermolactyl del uniforme. Me siento igual que si me hubiese estado revolcando en una ciénaga de mierda durante los últimos seis años.

Reúno el valor suficiente para pulsar el código que abre la barrera térmica y volver a mirar a mi compañera a los ojos. Está apoyada contra el espejo. Sonríe.

—Se llamaba George Komaropoulos —comenta mascando chicle a dentelladas.

—Eso está bien —le contesto mientras me lavo las manos.

Miranda no deja de mirarme con la mitad derecha de su ceño fruncido. Hay una curiosidad malsana en su mirada. Me dice:

—Rad, ¿me dejas que te haga una pregunta indiscreta?

Me pongo a temblar mientras le digo que sí con la cabeza.

—¿Estás seguro de que te has limpiado bien? —vocifera— Es que no veas qué peste a mierda…

© Ray Hodges

El reloj de la comisaría marca las 7.29 de la mañana.

Realmente no importa mucho la hora, para los habitantes de Athena es media tarde en Berlín. Los estamentos públicos tendemos a defender la hora local, a regirnos por ella; pero el mercado interestelar, aunque débil, se impone en el resto de la sociedad: el sector público está solo en la defensa de sus valores, absurdos pero nacionales.

Han olvidado los athénicos a qué hora deberían despertarse; siguen un horario a varias semanas-luz de aquí, se estremecen en las heladas madrugadas con cruasanes y cafés tan desorientados como ellos, se aman a deshora… en fin, nunca antes el tiempo había mostrado su verdadero rostro, lo etéreo de su existencia, lo falaz de su avance.

El tiempo es una mentira, los Transpai lo demostraron —la existencia espacio-temporal se pliega para llegar instantáneamente de un punto a otro de la galaxia—, la experiencia lo confirma… Y nosotros seguimos teniendo relojes, bellos relojes de carillones, funcionales relojes digitales y siempre estúpidos, estúpidos relojes.

George Komaropoulos no tenía antecedentes penales.

Acababa de cumplir cuarenta y un años. Era natural de Ingmar City, tenía sobrepeso y estaba casado con otro hombre llamado Richard Kirkland. Tenía bigote y el pelo considerablemente largo. Fumaba.

Había encontrado empleo como encargado de mantenimiento en el “Moon By The Sea” hacía unas cinco semanas. Era diabético. No tenía carné de aeromóvil y era hincha de los Red Warriors de Ostrich.

Una persona normal, en apariencia. Con una salvedad: La naturaleza y el azar, caprichosos como siempre, se confabularon en su contra; quisieron que se pareciese demasiado a quien menos debería parecerse.

No es extraño que los confundiesen. Puestos el uno junto al otro, los retratos de Sal Huisman y George Komaropoulos parecen holocopias. No es difícil intuir quién se esconde detrás de todo esto. No es obra de Huisman, sino de Chinarro. Apuesto a que Miranda sabe mucho más que yo de todo esto.

El viudo Richard Kirkland trabaja como galerista en la “Riley Art Acquisitions” de la Avenida Bismarck IV. Creo que no estará de más que vayamos a hacerle una visita para recabar alguna información. Si todavía no se ha enterado de la noticia por los holodiarios, tendremos que ser nosotros quienes se la demos.

Daría mis huevos por una ducha caliente y unos calzoncillos…

Miranda revolvía papeles de mi despacho y lo hacía sin demasiado sentido, como haciendo tiempo. Esperé, con la esperanza de que se animara a decirme algo; sabía que sus lealtades en algún momento chocarían con su conciencia. Ella se giró, abrió la boca… y no dijo lo que me esperaba:

—¿Has pensado en que te vea un médico? Ya sabes… Tu problema intestinal. Es desagradable para los demás.

—Oye Miranda… —dije yo— ¿De qué va esto?

—¿El qué?

Me levanté con demasiado ímpetu de la silla, lo que hizo que ésta saliera disparada hacia atrás, golpeando la pared del despacho con un fuerte ruido. Los dos pegamos un respingo.

—No me vengas con mierdas —le espeté—. ¿Por qúe este tío es tan parecido a las fotos de Huisman?

—No lo sé —dijo con voz temblorosa.

—Deberías saberlo. El amigo Chinarro te ha puesto aquí para que elimines a Huisman, ¿acaso te has equivocado? ¿O fue otro asesino…? ¿Cuántos hijos de puta hay sueltos por mi ciudad?

El puñetazo de Miranda me sorprendió sin los pies firmes, me hizo tambalearme hacia atrás y caer sentado encima de mi silla.

—¡No es tu ciudad, viejo cabrón! —me gritaba, escupiendo pequeñas pelotillas de saliva furiosa alrededor de mi despacho. Esta chica estaba perdiendo su encanto a pasos agigantados—. No me insultes ni me juzgues o te mataré sin dudarlo.

Eso no lo dudaba. Eran mis eternos problemas con las mujeres.

Time: 7.47

Tengo el vientre hinchado y los pantalones pegados al culo. Es asqueroso. Mucho. Y doloroso y humillante también. Ahora mismo me siento igual que si fuese una gran bola de aire y mierda seca. Y odio esta maldita licra thermolactyl, la odio con todas mis fuerzas. Me irrita las nalgas y la entrepierna. Me escuece el escroto. Lo tengo en carne viva.

Puedo sentir cómo se agita mi intestino. Lo hace de forma abrupta y violenta; exageradamente violenta. Mis tripas bailan como si fuesen gelatina en manos de un epiléptico enfermo de Parkinson. La sensación es parecida a lo que deben de sentir las bolas dentro del bombo de un ciberbingo. Una comparación pobre, lo sé, pero que define a la perfección mi estado actual.

—No te soporto —ha sido lo último que ha dicho antes de irse.

De todo lo que ha escupido en estos últimos minutos, Miranda Butler lleva razón en algo: Tengo que ir a ver a un especialista cuanto antes. Esto no es normal. No soy más que un saco de gases y heces. Una bolsa de mierda con apariencia de viejo loco uniformado.

Si encuentro al estúpido que anda escribiendo tonterías sobre mí en los cuartos de baño, juro que le haré comerse mis pantalones. Lo juro por mi úlcera de duodeno.

Es una bendición que se haya ido esa mujer. Aprovecharé que estoy solo para acercarme a casa de Kirkland. Sospecho que tendrá cosas interesantes que contar.

No encuentro las jodidas llaves del aeromóvil. Joder.

Time: 8.03


Salgo de la dermoletrina —la pelea con Miranda me ha causado un inusitado apretón— percibiendo como el elegantemente discutible olor de la jiñada se cuelga en mi hombro como un mono loco. Algunos policías se voltean al verme pasar, otros hacen gestos de asco... Mi popularidad no hace sino aumentar en el Departamento de Policía de Ostrich City.

A pesar de todo, las gasas limpiadoras han permitido dignificar, hasta cierto punto, mi presencia personal antes de abandonar el edificio. Me encuentro momentáneamente mejor, pero cada día me parezco más a Big Joe, un tío gordo que colaboraba con los traficantes de Myers y que, tras su paso por los calabozos inhibidores hace unos años, dejó un aroma pestilente el cual algunos de los guardias que trabajaron esa noche siguen percibiendo en la planta 85 donde alojamos al sujeto; algunos de ellos aseguran tener todavía pesadillas durante las noches, lo que les hace vomitar compulsivamente en el Campo Gravitacional de Descanso lo que, pueden creerme, no es muy agradable. Que triste leyenda sobre un calabozo encantado a base de pedos.

No sé dónde está Miranda Butler, ni me importa lo más mínimo.

Llego al segundo nivel subterráneo de la Comisaría, me encajo como puedo en mi holocoche particular y salgo de allí.

Me sumerjo en el loco tráfico de Ostrich City, hacia la salida de la ciudad. En el extremo sur de la misma se me acaban los túneles. A partir de ahí tengo que viajar a cielo abierto.

No es que eso sea particularmente peligroso —mi coche está preparado para el frío— pero sí muy incómodo: las turbulencias y el cierzo agitan al coche como un malabarista borracho, además de dispararse el consumo fuera de la atmósfera controlada del subsuelo lo que, al nivel de precios que adquirió el combustible con la Crisis de la Teleportación, me obligarían a pasarle al departamento una interesante nota de gastos.

En los alrededores de Ostrich está Ingmar City. Ambas localidades están separadas por el río Cannonball, que da nombre al valle en que se encuentran estas dos ciudades y que está circundado por la serranía de Olimpia. Es un tranquilo pueblo costero, que antiguamente alojó las villas de millonarios terrestres y que en la actualidad es zona ocupada por los potentados de Athena.

Time: 8.59

Todo en Ingmar City era un gran decorado. Imaginado en los 80 como un complejo turístico, comprendía un falso pueblo de pescadores africanos que se trajeron de la antigua Zanzíbar. Tuvo tanto éxito que los terrícolas empezaron a comprar lujosas villas en las faldas de la sierra de Olimpia, que se llenaron de actores y jugadores de pelota. Las antiguas villas se reformaron con el cambio climático y ahora tienen grandes porches protegidos con barreras térmicas y vistas sobre la bahía. Yo nunca podría permitirme algo así, no soy un importante policía que esté muy arriba en la lista de amigos de Fabrizio Chinarro. Aquellos habitantes que trabajaban en Ostrich se podían permitir el viaje en aerocoche o viajaban en el exclusivo tren gubernamental propulsado por turingio que llegaba hasta el centro de la ciudad, en plena Burt Plaza.

La casa de Kirkland y Komaropoulos era modesta, mas con cierto encanto. Se encontraba en el puerto y era una pequeña vivienda de dos alturas de color azul. Había aparcado en el único subterráneo de la calle y cruzado hasta la puerta del difunto Komaropoulos. Las galerías eran en Ingmar diferentes a Ostrich City; aquí no siempre estaban en el subsuelo, sino que a menudo eran túneles transparentes por encima de la tierra, algunos incluso elevados decenas de metros, lo que permitía disfrutar de la salvaje naturaleza de este planeta. Esta ciudad era un sitio elegante.

Pulsé el timbre de la casa. Sonó una melodía que identifiqué como una antigua canción de Goyo Ramos, tatarabuelo del primer alcalde de Ingmar City.

"Cuando te sientas solo y aburrido, como caído, sin ganas de luchar…"

El pulsador del timbre se ha quedado atascado en la caja. Menuda mierda. No recuerdo una canción más pegadiza que ésta, ni tampoco un momento menos apropiado para escucharla. También es verdad. Qué mala suerte.

Intento desencajar el botón de un golpe, pero lo único que consigo es que el ritmo de la canción se acelere. La voz suave y aterciopelada de Goyo Ramos se convierte en un torrente agudo y aflautado como el quejido de un enano hidrocefálico con medio litro de helio en sus pulmones.

Desde detrás de la puerta se oyen pequeños pasos taconeando a la carrera. Alguien grita:

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —dice la voz— ¡Qué prisas!

"Cuando te encuentras incluso afligido, como dormido, sin ganas de escuchar…"

—¡Espero que sea algo urgente de verdad! —sigue gritando la voz, cada vez más cercana.

Desde el otro lado de la puerta se puede percibir el ruido de la clave de desprotección. A juzgar por el sonido breve de los tonos, la contraseña está compuesta por números cortos. Es la configuración de serie de todas las puertas de seguridad: 1-2-3.

"No te lo pienses y sé decidido, ponte el abrigo y no mires atrás…"

Quien abre la puerta es un hombre gigantesco y barbudo. Está maquillado y no consigo distinguir si su larga cabellera rubia es natural o si se trata de una peluca. A través del escote de su blusa roja de flores se pueden adivinar dos preciosas tetas recubiertas de vello, peludas como dos cocos. Me atrevería a decir que se trata de Richard Kirkland. La música sigue sonando:

"Sigue este ritmo y busca tu terreno, el saloncito donde puedas tú bailar…"

—¿El señor Kirkland? —pregunto alzando la voz por encima de la música del timbre.

—Señora de Komaropoulos, si no le importa. —me corrige mientras asoma la cabeza hacia la calle, intentando descubrir el origen del problema.

—Está bien, señora… —se me hace difícil llamarle señora con esa barba— Mi nombre es Siphronius Radzinski…

¡Sal… Baila que te empuja! ¡Ven… Baila sabrosón!

El estribillo incita al baile de mala manera, pero ahora mismo no procede. La verdad es que no.

—Perdón, no puedo oirle —grita él… Ella… Lo que quiera que sea.

¡SIPHRONIUS RADZINSKI, POLICÍA DE OSTRICH CITY! —vocalizo y gesticulo como un sordomudo.

¡Sal… Baila con Maruja! ¡Ven… Baila sí señor!

—¡Puto timbre! —dice Kirkland mientras se ensaña a martillazos con la caja del llamador de una forma que se me antoja poco femenina.

Y de pronto se obra el milagro. Vuelve a reinar el silencio en la Urbanización Eithios. El timbre, destrozado y todavía humeante, lanza algunos pequeños chispazos esporádicos.

—Disculpe, —me dice mientras se aclara la voz— ¿puedo saber qué es lo que quiere?

—He venido a comunicarle que su marido, George Komaropoulos, ha fallecido hace unas horas, señor… Digo, señora.

El reloj de cuco es el único sonido en la sala.

Las almas están quietas, los espíritus acongojados, pero el tic-tac nos recuerda la inconsistencia del mundo. La peluda señora de Komaropoulos empieza entonces a gimotear en su sillón, presa de la angustia, aportando una segunda voz al canto monocorde del reloj.

He notificado muchas muertes en mi vida y sigo sin acostumbrarme. Sigo sintiéndome como un mensajero de la desesperación, como una broma existencialista de dudoso gusto.

Mis pensamientos se dispersan cuando el sufrimiento es tan fuerte a mi alrededor, me cuesta concentrarme en lo que me ha traído aquí: la relación que pueda existir entre el fallecido y Sal Huisman, entre un encargado de mantenimiento de hotel y el presunto asesino del alcalde de Lisboa.

Observo mis propios zapatos, simulando fascinación ante ellos. Me cuesta mirar al señor Kirkland/señora Komaropoulos a la cara, o incluso a sus tetas melenudas.

Voy a darle unos minutos más. El cuco anuncia las 9.30 de la mañana.

Mis zapatos están recubiertos de una leve capa de polvo azul. Pienso en mi añorada gamuza de flader especial para limpiar zapatos mientras miro el estúpido reloj de la pared con disimulo. Richard Kirkland, velluda señora —ahora viuda— del acróbata del “Moon By The Sea”, sigue llorando sobre el reposabrazos de su sillón. Absorbe sus mocos con una frecuencia aproximada de seis segundos. El tic-tac exasperante del reloj de cuco me ayuda a precisar mis mediciones.

—Yo sabía que algo así iba a pasar… —balbucea ella entre sollozos— Antes o después acabaría pasando. Lo sabía…

—¿Por qué lo sabía, señor…a Kirkland? —le pregunto mientras me hurgo en la oreja con el meñique.

—Se lo advertí, pero no quiso hacerme caso… Le pedí que no aceptara. ¡Se lo supliqué! —me grita congestionada.

—No llore, mujer —le digo por compasión, supongo, con un poco de grima también— Dígame sólo qué fue lo que ocurrio.

—Ay, ay, ay, ay… —vuelve a gemir.

Si no fuese porque la muy desgraciada me dobla en estatura, le arrearía un buen tortazo ahora mismo. Maldita barbuda llorona.

—Ocurrió hace un mes y medio —explica mientras se limpia los mocos y las lágrimas con el dorso de la mano—. George llegó a casa feliz porque acababa de encontrar trabajo como limpiador en el hotel. Oh, George…

Más lágrimas. Vaya.

Los minutos continúan cayendo por la pared y a mí se me están empezando a hinchar las pelotas.

—¿Quién contrató a su marido, señora? —le pregunto.

—¡No lo sé! —responde— George me habló de un hombrecillo minúsculo. Creo que tenía bigote… Eso es todo cuanto sé.

—¿Fue eso lo que le hizo desconfiar de aquel empleo, el que aquel hombre no se identificase?

—¡Oh, no! —contesta— No fue eso lo que me hizo sospechar. No…

—¿Qué fue entonces? —Hace cinco minutos que se me ha acabado la paciencia.

—El que le pagase por adelantado. Eso fue. Le pagó 12 millones de drulocks por adelantado…

Difícil resistirse a una oferta así. Especialmente cuando has de hacer frente a una segunda hipoteca y a un tercer intento de cambio de sexo.

—Comprendo —¡y tanto que comprendo!— ¿No puede decirme nada más del hombre que pagó a su marido?

—No, —medita— lo único que llamó la atención de George fue su bigote: Tenía un bigotín ridículo…

—Y hay otra cosa... —dice la señora. Suspira y mira al tendido antes de continuar—. A mi George le obligaron a cambiar… Sí, a cambiar.

—¿A qué se refiere? —inquiero.

Entonces se desata la tormenta.

Los lamentos agónicos del antiguo Richard Kirkland hacen erizarse los pelos de mi nuca, gruesos lagrimones gotean desde su cara hasta la gruesa moqueta de sintechilindrón —un material carísimo, mi mujer nunca pudo permitírselo— que cubre el suelo del salón. Unos minutos después, cuando estoy a punto de lanzarle un puñetazo a la jeta, de forma tan súbita como comenzó, el drama se detiene. Aparentemente, vuelve a estar tranquila/o.

—A cambiar. La única exigencia que le pusieron fue implantarle una coleta, un bigote achinado y una perilla.

—¿Implantarle?

—Sí, implantarle, estúpido polizonte. Implantarle el pelo.

En ese momento acaricio la electroporra de mi cinturón. Ella ve mi gesto y deja de provocarme, salvando su cuerpo operado de una reversión traumática a su estado original.

—Mi marido era lampiño. Apenas tenía pelo, ése era uno de sus mayores encantos.

Viendo las tetas peludas del amigo Richard, no acabo de entender su exposición.

—Le obligaron, para cobrar los drulocks que le prometieron, a someterse al cambio, a tener una apariencia extraña… ¿Ve los programas de holovisión de la Tierra?

—No me interesa mucho esa civilización decadente.

—¡A mí tampoco! —chilla. Está volviendo a alterarse—. Pero los veo en ocasiones… Bueno, lo cierto es que lo dejaron como a un Híbrido de Fundición, es una imagen que se lleva bastante ahí abajo en las ciudades que quedan en pie.

—Ya veo —digo.

—Sin embargo, en Ingmar City y todavía más en Ostrich, es una provocación. Es identificarse como un terráqueo y eso, a los nacionalistas, no les gusta demasiado.

La conversación termina aquí. Me levanto, me despido y le digo que ya la llamaremos si necesitamos alguna aclaración más. Salgo a la galería aérea por la que entré.

Time: 10.03

Hay algo que no me cuadra.

No creo en las casualidades. Sólo tengo más preguntas: ¿Por qué estaba Komaropoulos trabajando en el “Moon by the Sea”? ¿Por qué imitaba la imagen de Huisman? No le valió de nada; destrozado contra el suelo ya podía ser el mismísimo Bismarck, que nadie lo hubiera reconocido. ¿Por qué Chinarro quiere eliminar a Huisman? Y, sobre todo ¿dónde cuadra Leelan Spandarian y el clan de los Armenios en todo esto? ¿Es Sal Huisman la persona que se alojaba en el hotel?

En Athena todos buscan a Sal Huisman; en la Tierra también lo hacen: ellos porque mató al alcalde de Lisboa; nosotros porque nos lo manda Chinarro.

Siento un tipo de asco especial por todo lo que está pasando.