CAPÍTULO 3
Time: 05.12
Sal Huisman se despertó en la Calle A-Shegundah. Empezaba a ser una fea costumbre levantarse apaleado cada rato. Alguien lo había dejado a los pies de una boca de acceso... Por un momento, había pensado que Myers y su banda iban a matarlo; sin embargo, cuando a duras penas pronunció su propio nombre, lo dejaron ir.
La boca daba a un elevador que le había llevado desde la superficie a las avenidas subterráneas: la zona más moderna y desarrollada de Ostrich City. Desde el cambio climático, era la zona en la cual se desarrollaba la vida cotidiana, pues cuando soplaba el cierzo athénico, la sensación térmica fuera del cálido subsuelo se iba a unos 60º bajo cero. Como empezaba a comprender, sólo gente de la peor calaña habitaba la superficie en las noches de Ostrich City.
A-Shegundah era una calle pequeña, dedicada fundamentalmente a tiendas de empeño y hololibrerías de viejo.
Tres niveles conformaban el subsuelo de Ostrich City:
En el primero se encontraban los accesos a los locales comerciales y a las viviendas. No había un solo edificio que no se hubiese adaptado a las nuevas circunstancias climáticas del planeta. Todos los inmuebles estaban dotados de su correspondiente entrada a la altura de la primera planta. La ley así lo establecía.
Grandes focos traumasphere de máxima potencia imitaban la luz natural del planeta Tierra contribuyendo a aportar una sensación cálida y acogedora a los viandantes. Las luces se habían distribuido uniformemente a lo largo y ancho de las galerías de la ciudad. Estaban repartidos por techos y paredes, de tal forma que no había un solo resquicio del primer nivel que no estuviese iluminado.
Había salidas de emergencia a cada paso y múltiples altavoces que reproducían sonidos terrestres tales como el murmullo del mar o el delicado canto del estornino californiano. Estas maravillosas pequeñeces, que relajaban sensiblemente a los ostrichianos, eran obra de Takeshi Oshinaga, el artista conceptual de moda durante las últimas tres décadas. Un portento.
Los conductos del aire del primer nivel estaban dotados de gigantescos ambientadores con aroma a rosas y lavanda que, si bien no conseguían ocultar del todo el fuerte olor a gas y a humedad proveniente del segundo y tercer nivel del subsuelo, sí contribuían a que los ostrichianos aparcasen sus preocupaciones mientras paseaban por las calles de la subciudad. Alguna sustancia mezclada con el aire los mantenía prácticamente drogados a todas horas.
También se habían dispuesto cientos de carteles de carácter moral en que se recordaba a los ostrichianos lo esencial y saludable de desarrollar una conducta pacífica y correcta. Walter Scott Bismarck los mandó fijar a comienzos del siglo XXII, en plena era del Desmadre Intergaláctico. Eran así:

'Burt Reynolds no lo aprueba'. Y nadie contradice a Burt Reynolds en esta ciudad.
Así que se puede decir que, en 2315, el subterráneo de Ostrich City era algo bastante parecido a los grandes centros comerciales que florecieron durante el Siglo de la Globalización. Semejante a cualquiera de los Armenian Malls o los Karabekian Centres de Miami o Estambul.
El segundo nivel estaba destinado al tráfico de aeromóviles. Y, debido a la gran cantidad de gases tóxicos que emitían las micronaves, era imposible acceder a él sin una equipación especial. Sumergirse en la segunda planta era aventurarse en una peligrosa dimensión humeante donde la única ley que regía era la del más fuerte. Algo así como conducir en Madrid hace trescientos años.
El tercer nivel lo empleaban los transportes públicos y las empresas de abastecimiento. Las malas lenguas decían que la tercera no era la última planta, que había otra más y que en ella se desarrollaban oscuras actividades. Pero nadie llegó jamás allí. Y, si lo hizo, no vivió para contarlo.
Sal Huisman miró a su alrededor y se tocó la cabeza con la yema de los dedos. La sangre no tardaría en secarse del todo.
Time: 05.15
Estaba asustado. Asustado y desorientado como pocas veces había estado en su vida. Su respiración se aceleraba, su corazón palpitaba de manera descontrolada y estaba empezando a sudar: Estaba sufriendo un ataque de pánico.
Recordó por qué había salido en mitad de la noche: buscaba a Leelan Spandarian. Unos días atrás una persona conocida le había dado una manera de contactar con el jefe del Clan de los Armenios. Sí, ése era su único objetivo en ese momento, hablar con Spandarian; él sabría qué hacer; él entendería qué estaba pasando.
Se levantó mareado del suelo, acompañado por el desagradable ruido provocado por un reseco trozo de mierdiblub que se había pegado a sus pantalones y contempló la falsa superficie abovedada de la calle A-Shegundah: no se veía una imitación de las 13 lunas que siempre eran visibles en el exterior sino del Sol. Aparentemente, se intentaba evocar una atmósfera más terráquea que athénica. ¿Dónde estaba el famoso espíritu nacional de Athena?
Ahora comprendía la inmensa polémica que la obra de Takeshi Oshinaga había provocado en su tiempo. En el primer nivel del subsuelo se adoptaba en la práctica la hora de Berlín y, a altas horas de la madrugada como ahora, era media mañana en la antigua capital alemana, con lo que la calle estaba abarrotada de señoras comprando compulsivamente en las tiendas más lujosas de Ostrich City.
Sal se secó el sudor de las manos en su pantalón, recogió su ya clásico gorro de astracán del suelo —a estas alturas parecía más una rata muerta que otra cosa, aunque para Sal era suficiente conque se mantuviera milagrosamente a su lado cual fiel mascota—, respiró profundamente y se adentró en la fiera corriente comercial de las Avenidas Subterráneas de Ostrich City.
Los empujones de los locales y los gruñidos con que le obsequiaban las madres pijas con su niños pijos no ayudaban a que se tranquilizara. Todo comenzó a dar vueltas ante sus ojos, la realidad se volvía borrosa mientras escuchaba de fondo un coro de improperios acusándole de vagabundo. Alguien lo lanzó de un golpe contra la pared de un edificio, contra un cartel del gran Burt Reynolds.
Y Sal, que era muy suyo, sin saber muy bien por qué, soltó un impresionante lapo verde contra el apolíneo rostro del señor Reynolds, que impactó contra su frente y se deslizó grácilmente por su nariz.
Fue entonces cuando la multitud enloqueció.
Sal ya no recordaba por qué quería pasar desapercibido.
Time: 16:11
Sal Huisman se despertó molido y sobresaltado en una habitación extraña. Estaba acostado en un viejo sofá verde que olía a naftalina y a pis de gato.
Sólo la luz de una lámpara de lava iluminaba el cuarto. Lo justo para adivinar algunas formas familiares: La habitación era oblonga; los muebles eran antiguos y pobres. Y las paredes estaban pintadas de un color azul intenso.
Se incorporó con dificultad y comprobó que la brecha de su cabeza era aún más grande que la última vez que se palpó. La almohada sobre la que había estado descansando estaba empapada en sangre.
—¡Ouch! —fue todo lo que acertó a decir mientras se llevaba las manos a la espalda.
En cuanto retiró el termoedredón que le cubría, descubrió que estaba desnudo. Sólo sus calzoncillos de piel de flader seguían en su sitio. Esto le hizo sentir cierto alivio, pero no le ayudó en absoluto a resolver su desconcierto.
Exploró a conciencia la habitación pero no encontró su ropa por ninguna parte. Una punzada recorrió su espinazo igual que una descarga cuando intentó enderezarse.
Frente a él, una lámina horrible flotaba levemente torcida en la pared. Representaba una especie de animal en calzoncillos. Era un bicho negro, panzudo, con grandes orejas y ojos saltones. Un animal estúpido y sonriente calzado con unos enormes zapatos amarillos.
—Sólo un degenerado podría encontrar gracioso este dibujo —murmuró, como si intentase recordar su voz o recobrarla.
Oyó unos pasos que se acercaban e intentó esconderse. La habitación era demasiado pequeña para hacerlo, así que desistió y se volvió a cubrir con el edredón, resignado.
Alguien abrió la puerta torpemente. Era un viejecillo encorvado, anémico, con un ridículo bigote que parecía pintado sobre su labio superior.
—Buenos días, dormilón —dijo el anciano guiñando ligeramente los ojos.
—¿Quién es usted? —preguntó Sal.
—¿Qué importa quién sea yo? —respondió el viejo— Lo que importa es que le he salvado la vida. Además, si le dijera quién soy no me creería. ¿Cómo se le ocurrió escupir sobre la cara de Burt Reynolds, inconsciente?
—Fue un acto reflejo, si le soy sincero.
—Jamás había escuchado semejante procacidad. Es usted un temerario, señor...
—Rogers... Buck Rogers —mintió Sal.
—Señor Rogers, permítame que le diga que es usted un necio y un suicida.
—Muy agradecido. ¿Me dice dónde está mi ropa?
—Se la he lavado. Calculo que ya estará seca.
Sal se quedó callado durante unos segundos, caviloso y meditabundo, sujetándose los labios entre el pulgar y el dedo índice de la mano derecha.
—Tengo que irme enseguida —le dijo al hombrecillo del bigote anoréxico.
—¿Y a dónde piensa ir sin documentación? —replicó el viejo— Los agentes de la seguridad pública le arrestarán en cuanto salga a la calle. ¿Es eso lo que quiere? ¿Dar con sus huesos en la cárcel?
—No me queda otra opción. Tengo que encontrar a una persona.
—Seguro que podrá buscarla después de haber desayunado algo.
—Gracias —respondió Sal— No me vendrá mal comer algo, señor…
—Disney... —contestó el viejo— Mi nombre es Walt Disney.
Time: 16:13
Walt Disney. Su nombre despertaba algún lejano recuerdo en la dolorida cabeza de Sal.
Observó la hora en un viejo cuco de pared. Desde que salió del Moon by the Sea la noche anterior sólo había encontrado gentuza violenta, en la mejor tradición de Athena; de Myers a la gente de las Avenidas Subterráneas, todos le habían intentado agredir.
Había estado asustado en el hotel porque los sicarios de Chinarro entraran a matarle, cuando en Athena podía uno mismo salir a enfrentarse con la muerte a cualquier hora del día y de la noche.
—¡Qué planeta tan poco apacible! —pensó.
—Descanse aquí un poco más. No tenga tanta prisa —le dijo Disney, mientras salía de la habitación. Había algo raro en sus movimientos— Le voy a preparar un estupendo turkey leg, la especialidad de la casa. Y yo de usted no dejaría el castillo. Hay algunos exaltados esperándole fuera.
A Sal le extrañó mucho aquel ofrecimiento. Y no sin razón, pues una de las pocas cosas que sabía sobre Athena era que allí no existía vida animal. En efecto, ningún bichejo pudo soportar las condiciones naturales del planeta: La primera remesa que aterrizó en Athena no duró más de tres días. Y así ocurrió también con las que le sucedieron, hasta que a algún alma caritativa se le ocurrió cesar con la experimentación animal.
Los habitantes de Athena se alimentaban a base de productos exportados desde la Tierra; comida prefabricada y congelados de larga duración en su mayoría. Y también pastas vegetales y frutas confitadas, aunque en menor medida.
Todas las ciudades del planeta estaban dotadas de inmensos depósitos donde se acumulaba el agua dulce procedente de la Tierra. Para que se hagan una idea de la situación: En Ostrich City el consumo diario de agua estaba racionado; cada ostrichiano podía disponer de un máximo de diez litros por día.
Por eso Sal se sorprendió tanto cuando su anfitrión le ofreció turkey leg. Ningún pavo sobrevivió en Athena más de un minuto.
Disney se afanaba en la cocina entre ruidos de cacharros y zumbidos eléctricos cuando Sal decidió asomarse a la barrera calórica de la habitación para observar la calle. Estaba desierta.
El cielo había adquirido un delicioso tono purpúreo adornado de brillantes destellos rojizos a lo lejos. Las nubes eran más finas, casi imperceptibles a la vista. Aquel cielo era muy distinto del que lucía por las noches, naranja y electrizante. Por el día era mucho más bello.
Contemplándolo, Sal se emocionó al recordar las holopostales de Athena que su esposa Janine le solía enviar, describiéndole a cuentagotas el progreso de su enfermedad, contándole de mil formas distintas las mismas viejas cosas de siempre.
Janine comenzaba a recuperarse de las sesiones de quimioterapia cuando Chinarro ordenó a sus hombres que la desollaran. Después de superar con éxito un melanoma múltiple, dos desalmados entraron en la habitación y le arrancaron la piel a tiras. Así paga Fabrizio a quienes le agravian.
Sal había empezado a morderse el labio inferior para no llorar cuando Disney entró en la habitación. Sostenía en sus brazos una bandeja humeante:
—Aquí está su turkey leg, señor Rogers, recién salida del horno...
Pero la pierna no era de pavo como prometía. Aquella pierna tenía un pie de cinco dedos. Era una pierna humana.
—Creo que voy a pasar —dijo Sal.
—¿Por qué? —preguntó Disney. Su cabeza sufrió un violento espasmo. Parecía francamente sorprendido.
—No me va la carne humana. Soy de la Tierra —aclaró.
—Pero... ¡si esto es una pierna clonada! Generalmente no matamos a nadie en Athena para comer. Desde la Crisis de la Teleportación el Gobierno autorizó la cría de partes humanas clonadas para consumo. Son ejemplares de ADN que vienen de la Tierra y tienen el certificado de no pertenecer a nadie relacionado con la familia de un Athénico.
—Ese certificado no prueba, sin embargo, que no estemos ante la pierna de un tío lejano mío que se prestó a vender su ADN.
—Eso es cierto, mire usted —admitió Disney—. Aún así, creo que debería olvidar sus prejuicios y disfrutar. Esto no es un ser humano... en el fondo; es en realidad un magnífico ejemplo de la gastronomía norteamericana, siguiendo la antigua receta que empleábamos en mi parque temático antiguamente.
—¿Parque Temático? —inquirió Sal— ¿Cuántos años tiene, buen hombre?
—No quiera saberlo —dijo Disney dándole un entusiasta mordisco al turkey leg.
—Hablo en serio —insistió Sal intentando desviar su mirada del mentón aceitado del viejo—: Los parques temáticos desaparecieron hace más de dos siglos. ¿De qué me está hablando?
—Verá, señor Rogers… —dijo Walt Disney masticando cada sílaba— Es una historia larga y difícil de contar. ¿Cree usted en la resurrección de la carne?
—Básicamente no. Pero estoy dispuesto a escucharle… —contestó Sal Huisman, condescendiente.
—Bien: Yo nací hace más de cuatrocientos años: En 1901, para ser exactos, cuando los años todavía duraban doce meses. En el año 35 a. B. (antes de Burt) para que me entienda. Lo hice en Chicago, una ciudad muy parecida a Ostrich City en muchos aspectos.
—Aham —asintió Sal cuando lo único que pensaba era “Maldito viejo loco”.
—Tuve suerte. Las cosas me marcharon bien allá en la Tierra. Comencé haciendo animaciones, ya sabe, aquellos antiguos dibujos animados que divertían tanto a niños y mayores, y con el paso del tiempo acabé por fraguar un verdadero imperio que llevó mi nombre: Walt Disney. Muy pocos recuerdan ya ese nombre pero le juro, amigo mío, que en el siglo XX no había nadie sobre la faz de la tierra que no conociese al viejo Walt.
—Entiendo —contestó Sal con cara de circunstancias cuando lo único que pensaba era “Tengo que salir de aquí inmediatamente”
—A los sesenta y cinco años pasé a mejor vida. Fallecí clínicamente. O eso dicen. Verá: Un año antes de descubrir que tenía cáncer de pulmón cayó en mis manos un librito muy interesante de Robert Ettinger, un catedrático de física de la Universidad de Michigan. Se titulaba “El prospecto de la inmortalidad” y confieso que lo devoré con fruición. En aquel tiempo ya estaba obsesionado con la idea de la muerte, pero especialmente con la idea de la vida eterna.
—Lógico —apostilló Sal sonriente, cuando lo único que pensaba era “Está como una auténtica cabra”.
—Llegué a fundar, fíjese usted, la Comunidad del Mañana. Pero fue un auténtico fracaso según he leído en los informes redactados por mis herederos. La idea era devolver al hombre la ilusión de ser inmortal, o al menos, de prolongar su existencia.
Sal permaneció en silencio; ladeó ligeramente su cabeza hacia la izquierda.
—Fallecí el 15 de diciembre de 1966, diez días después de mi sexagésimo-quinto cumpleaños. No me enteré de nada. Todo está en mi informe médico. La causa de mi muerte fue un paro cardíaco. La hora de mi defunción, las nueve y media de la mañana, hora de Burbank, Los Angeles, California.
—Dígame, ¿Intenta tomarme el pelo? —preguntó Sal, desconfiado.
—No —le cortó Disney—. Escuche: En cuanto mi corazón dejó de latir, me inocularon heparina para evitar que mi sangre se coagulara. Después me practicaron respiración artificial y masaje cardíaco externo para que la sangre oxigenada circulase a medida que mi cuerpo se enfriaba gradualmente con hielo. Me inyectaron una solución preservativa y crioprotectora, y finalmente se procedió a congelar mi cuerpo con el sistema de anhídrido carbónico descendiendo a niveles sub-cero.
—Lo normal —dijo Sal, cuando lo único que pensaba era “Está peor aún de lo que creía”.
—Todo esto, como ya le he dicho, lo sé por los informes de mi doctor de confianza, Rod Marshall. Una eminencia en aquella época. Siete generaciones de Marshalls han cuidado de mi cuerpo durante todo este tiempo, durante todos estos siglos.
—Creo que comeré un poco —dijo Sal mientras se servía un trozo de muslo encarnado y grasiento en su plato de papel del perrito Pluto.
—Así que, mire qué cosas, he estado hibernando durante más de trescientos años en una unidad cryo-care a una temperatura de -195 Celsius, abastecida de forma permanente con nitrógeno líquido BF5 System, en uno de los sótanos de la organización criónica Alcor Life Extension Foundation, en Scottsdale, Arizona.
—Interesante —dijo Sal limpiándose la barbilla con el antebrazo.
—Espere, le traeré una servilleta.
La servilleta decía “Disneyland Resort. Welcome to the Magic!”. Las letras, inscritas sobre la silueta de una especie de edificio con almenas puntiagudas, eran rústicas y doradas. Sal se deshizo de los restos de grasa contra aquella leyenda.
—Entonces, ¿Pretende decirme que tiene cuatrocientos catorce años?
—En cierto modo sí. Aunque reales sólo sesenta y nueve. Fui resucitado hace cuatro años. Pero mi antigüedad, como bien dice, es de cuatrocientos catorce años.
—¡Joder! —concluyó Sal mientras intentaba ahogar un eructo inútilmente. ¿Y cómo es que ha venido a dar aquí con sus huesos?
—Supongo que, como todos, porque esperaba que esto fuese mejor que la Tierra. ¿Le apetece postre, señor Rogers?
—Me apetece —contestó Sal, alias Buck Rogers— Y si fuese posible, me gustaría poder disponer también de mi ropa. Aquí hace un poco de frío, ¿sabe?
—No creo que sea inteligente salir a la calle con la misma ropa con la que entró, señor Rogers. Le reconocerán en cuanto salga y le lincharán —dijo Disney, pensativo, mientras miraba al techo de la habitación— ¡Espere! ¡Tengo algo en el armario de mi habitación que creo que podrá servirle!
Sal acabó de ajustarse la cabeza gigante de perro. Miró a Disney a través de la pupila inexistente de unos ojos falsos. De repente la oblonga habitación de chillones colores parecía tener mucho más sentido. El traje perruno le quedaba como un guante.
—¿Y dice que este… Goofy le hizo ganar mucho dinero?
—Una cantidad inimaginable señor Rogers, inimaginable. ¡Por esto me llamaron genio!
—Lógico también —dijo Huisman, pero pensó "Cu-cú".
Disney miró alrededor, inquieto.
—Mire —dijo—. Esto no me gusta nada. Le tengo mucho cariño a este traje de mi fiel amigo Goofy. Hemos pasado tantas jornadas inolvidables…
El anciano parecía a punto de ponerse a llorar. Su cabeza volvió a sufrir otro extraño espasmo y una lágrima se deslizaba, ya errabunda e histérica, por una faz aterradora, estirada y artificial. A Sal le recordó a la famosisísima Cher que falleció, cogida de la mano junto a la también mítica actriz Concha “Matusalén” Velasco, durante la Nochevieja del año 2277.
—No sufra, buen hombre. Se lo devolveré intacto —Sal dudó un momento antes de continuar— Si le digo una cosa… ¿mantendrá el secreto?
—Nadie me creería, hijo.
—¿Cómo puedo llegar al antiguo Palacio de la Ópera?
Sal Huisman se despertó en la Calle A-Shegundah. Empezaba a ser una fea costumbre levantarse apaleado cada rato. Alguien lo había dejado a los pies de una boca de acceso... Por un momento, había pensado que Myers y su banda iban a matarlo; sin embargo, cuando a duras penas pronunció su propio nombre, lo dejaron ir.
La boca daba a un elevador que le había llevado desde la superficie a las avenidas subterráneas: la zona más moderna y desarrollada de Ostrich City. Desde el cambio climático, era la zona en la cual se desarrollaba la vida cotidiana, pues cuando soplaba el cierzo athénico, la sensación térmica fuera del cálido subsuelo se iba a unos 60º bajo cero. Como empezaba a comprender, sólo gente de la peor calaña habitaba la superficie en las noches de Ostrich City.
A-Shegundah era una calle pequeña, dedicada fundamentalmente a tiendas de empeño y hololibrerías de viejo.
Tres niveles conformaban el subsuelo de Ostrich City:
En el primero se encontraban los accesos a los locales comerciales y a las viviendas. No había un solo edificio que no se hubiese adaptado a las nuevas circunstancias climáticas del planeta. Todos los inmuebles estaban dotados de su correspondiente entrada a la altura de la primera planta. La ley así lo establecía.
Grandes focos traumasphere de máxima potencia imitaban la luz natural del planeta Tierra contribuyendo a aportar una sensación cálida y acogedora a los viandantes. Las luces se habían distribuido uniformemente a lo largo y ancho de las galerías de la ciudad. Estaban repartidos por techos y paredes, de tal forma que no había un solo resquicio del primer nivel que no estuviese iluminado.
Había salidas de emergencia a cada paso y múltiples altavoces que reproducían sonidos terrestres tales como el murmullo del mar o el delicado canto del estornino californiano. Estas maravillosas pequeñeces, que relajaban sensiblemente a los ostrichianos, eran obra de Takeshi Oshinaga, el artista conceptual de moda durante las últimas tres décadas. Un portento.
Los conductos del aire del primer nivel estaban dotados de gigantescos ambientadores con aroma a rosas y lavanda que, si bien no conseguían ocultar del todo el fuerte olor a gas y a humedad proveniente del segundo y tercer nivel del subsuelo, sí contribuían a que los ostrichianos aparcasen sus preocupaciones mientras paseaban por las calles de la subciudad. Alguna sustancia mezclada con el aire los mantenía prácticamente drogados a todas horas.
También se habían dispuesto cientos de carteles de carácter moral en que se recordaba a los ostrichianos lo esencial y saludable de desarrollar una conducta pacífica y correcta. Walter Scott Bismarck los mandó fijar a comienzos del siglo XXII, en plena era del Desmadre Intergaláctico. Eran así:

'Burt Reynolds no lo aprueba'. Y nadie contradice a Burt Reynolds en esta ciudad.
Así que se puede decir que, en 2315, el subterráneo de Ostrich City era algo bastante parecido a los grandes centros comerciales que florecieron durante el Siglo de la Globalización. Semejante a cualquiera de los Armenian Malls o los Karabekian Centres de Miami o Estambul.
El segundo nivel estaba destinado al tráfico de aeromóviles. Y, debido a la gran cantidad de gases tóxicos que emitían las micronaves, era imposible acceder a él sin una equipación especial. Sumergirse en la segunda planta era aventurarse en una peligrosa dimensión humeante donde la única ley que regía era la del más fuerte. Algo así como conducir en Madrid hace trescientos años.
El tercer nivel lo empleaban los transportes públicos y las empresas de abastecimiento. Las malas lenguas decían que la tercera no era la última planta, que había otra más y que en ella se desarrollaban oscuras actividades. Pero nadie llegó jamás allí. Y, si lo hizo, no vivió para contarlo.
Sal Huisman miró a su alrededor y se tocó la cabeza con la yema de los dedos. La sangre no tardaría en secarse del todo.
Time: 05.15
Estaba asustado. Asustado y desorientado como pocas veces había estado en su vida. Su respiración se aceleraba, su corazón palpitaba de manera descontrolada y estaba empezando a sudar: Estaba sufriendo un ataque de pánico.
Recordó por qué había salido en mitad de la noche: buscaba a Leelan Spandarian. Unos días atrás una persona conocida le había dado una manera de contactar con el jefe del Clan de los Armenios. Sí, ése era su único objetivo en ese momento, hablar con Spandarian; él sabría qué hacer; él entendería qué estaba pasando.
Se levantó mareado del suelo, acompañado por el desagradable ruido provocado por un reseco trozo de mierdiblub que se había pegado a sus pantalones y contempló la falsa superficie abovedada de la calle A-Shegundah: no se veía una imitación de las 13 lunas que siempre eran visibles en el exterior sino del Sol. Aparentemente, se intentaba evocar una atmósfera más terráquea que athénica. ¿Dónde estaba el famoso espíritu nacional de Athena?
Ahora comprendía la inmensa polémica que la obra de Takeshi Oshinaga había provocado en su tiempo. En el primer nivel del subsuelo se adoptaba en la práctica la hora de Berlín y, a altas horas de la madrugada como ahora, era media mañana en la antigua capital alemana, con lo que la calle estaba abarrotada de señoras comprando compulsivamente en las tiendas más lujosas de Ostrich City.
Sal se secó el sudor de las manos en su pantalón, recogió su ya clásico gorro de astracán del suelo —a estas alturas parecía más una rata muerta que otra cosa, aunque para Sal era suficiente conque se mantuviera milagrosamente a su lado cual fiel mascota—, respiró profundamente y se adentró en la fiera corriente comercial de las Avenidas Subterráneas de Ostrich City.
Los empujones de los locales y los gruñidos con que le obsequiaban las madres pijas con su niños pijos no ayudaban a que se tranquilizara. Todo comenzó a dar vueltas ante sus ojos, la realidad se volvía borrosa mientras escuchaba de fondo un coro de improperios acusándole de vagabundo. Alguien lo lanzó de un golpe contra la pared de un edificio, contra un cartel del gran Burt Reynolds.
Y Sal, que era muy suyo, sin saber muy bien por qué, soltó un impresionante lapo verde contra el apolíneo rostro del señor Reynolds, que impactó contra su frente y se deslizó grácilmente por su nariz.
Fue entonces cuando la multitud enloqueció.
Sal ya no recordaba por qué quería pasar desapercibido.
Time: 16:11
Sal Huisman se despertó molido y sobresaltado en una habitación extraña. Estaba acostado en un viejo sofá verde que olía a naftalina y a pis de gato.
Sólo la luz de una lámpara de lava iluminaba el cuarto. Lo justo para adivinar algunas formas familiares: La habitación era oblonga; los muebles eran antiguos y pobres. Y las paredes estaban pintadas de un color azul intenso.
Se incorporó con dificultad y comprobó que la brecha de su cabeza era aún más grande que la última vez que se palpó. La almohada sobre la que había estado descansando estaba empapada en sangre.
—¡Ouch! —fue todo lo que acertó a decir mientras se llevaba las manos a la espalda.
En cuanto retiró el termoedredón que le cubría, descubrió que estaba desnudo. Sólo sus calzoncillos de piel de flader seguían en su sitio. Esto le hizo sentir cierto alivio, pero no le ayudó en absoluto a resolver su desconcierto.
Exploró a conciencia la habitación pero no encontró su ropa por ninguna parte. Una punzada recorrió su espinazo igual que una descarga cuando intentó enderezarse.
Frente a él, una lámina horrible flotaba levemente torcida en la pared. Representaba una especie de animal en calzoncillos. Era un bicho negro, panzudo, con grandes orejas y ojos saltones. Un animal estúpido y sonriente calzado con unos enormes zapatos amarillos.
—Sólo un degenerado podría encontrar gracioso este dibujo —murmuró, como si intentase recordar su voz o recobrarla.
Oyó unos pasos que se acercaban e intentó esconderse. La habitación era demasiado pequeña para hacerlo, así que desistió y se volvió a cubrir con el edredón, resignado.
Alguien abrió la puerta torpemente. Era un viejecillo encorvado, anémico, con un ridículo bigote que parecía pintado sobre su labio superior.
—Buenos días, dormilón —dijo el anciano guiñando ligeramente los ojos.
—¿Quién es usted? —preguntó Sal.
—¿Qué importa quién sea yo? —respondió el viejo— Lo que importa es que le he salvado la vida. Además, si le dijera quién soy no me creería. ¿Cómo se le ocurrió escupir sobre la cara de Burt Reynolds, inconsciente?
—Fue un acto reflejo, si le soy sincero.
—Jamás había escuchado semejante procacidad. Es usted un temerario, señor...
—Rogers... Buck Rogers —mintió Sal.
—Señor Rogers, permítame que le diga que es usted un necio y un suicida.
—Muy agradecido. ¿Me dice dónde está mi ropa?
—Se la he lavado. Calculo que ya estará seca.
Sal se quedó callado durante unos segundos, caviloso y meditabundo, sujetándose los labios entre el pulgar y el dedo índice de la mano derecha.
—Tengo que irme enseguida —le dijo al hombrecillo del bigote anoréxico.
—¿Y a dónde piensa ir sin documentación? —replicó el viejo— Los agentes de la seguridad pública le arrestarán en cuanto salga a la calle. ¿Es eso lo que quiere? ¿Dar con sus huesos en la cárcel?
—No me queda otra opción. Tengo que encontrar a una persona.
—Seguro que podrá buscarla después de haber desayunado algo.
—Gracias —respondió Sal— No me vendrá mal comer algo, señor…
—Disney... —contestó el viejo— Mi nombre es Walt Disney.
Time: 16:13
Walt Disney. Su nombre despertaba algún lejano recuerdo en la dolorida cabeza de Sal.
Observó la hora en un viejo cuco de pared. Desde que salió del Moon by the Sea la noche anterior sólo había encontrado gentuza violenta, en la mejor tradición de Athena; de Myers a la gente de las Avenidas Subterráneas, todos le habían intentado agredir.
Había estado asustado en el hotel porque los sicarios de Chinarro entraran a matarle, cuando en Athena podía uno mismo salir a enfrentarse con la muerte a cualquier hora del día y de la noche.
—¡Qué planeta tan poco apacible! —pensó.
—Descanse aquí un poco más. No tenga tanta prisa —le dijo Disney, mientras salía de la habitación. Había algo raro en sus movimientos— Le voy a preparar un estupendo turkey leg, la especialidad de la casa. Y yo de usted no dejaría el castillo. Hay algunos exaltados esperándole fuera.
A Sal le extrañó mucho aquel ofrecimiento. Y no sin razón, pues una de las pocas cosas que sabía sobre Athena era que allí no existía vida animal. En efecto, ningún bichejo pudo soportar las condiciones naturales del planeta: La primera remesa que aterrizó en Athena no duró más de tres días. Y así ocurrió también con las que le sucedieron, hasta que a algún alma caritativa se le ocurrió cesar con la experimentación animal.
Los habitantes de Athena se alimentaban a base de productos exportados desde la Tierra; comida prefabricada y congelados de larga duración en su mayoría. Y también pastas vegetales y frutas confitadas, aunque en menor medida.
Todas las ciudades del planeta estaban dotadas de inmensos depósitos donde se acumulaba el agua dulce procedente de la Tierra. Para que se hagan una idea de la situación: En Ostrich City el consumo diario de agua estaba racionado; cada ostrichiano podía disponer de un máximo de diez litros por día.
Por eso Sal se sorprendió tanto cuando su anfitrión le ofreció turkey leg. Ningún pavo sobrevivió en Athena más de un minuto.
Disney se afanaba en la cocina entre ruidos de cacharros y zumbidos eléctricos cuando Sal decidió asomarse a la barrera calórica de la habitación para observar la calle. Estaba desierta.
El cielo había adquirido un delicioso tono purpúreo adornado de brillantes destellos rojizos a lo lejos. Las nubes eran más finas, casi imperceptibles a la vista. Aquel cielo era muy distinto del que lucía por las noches, naranja y electrizante. Por el día era mucho más bello.
Contemplándolo, Sal se emocionó al recordar las holopostales de Athena que su esposa Janine le solía enviar, describiéndole a cuentagotas el progreso de su enfermedad, contándole de mil formas distintas las mismas viejas cosas de siempre.
Janine comenzaba a recuperarse de las sesiones de quimioterapia cuando Chinarro ordenó a sus hombres que la desollaran. Después de superar con éxito un melanoma múltiple, dos desalmados entraron en la habitación y le arrancaron la piel a tiras. Así paga Fabrizio a quienes le agravian.
Sal había empezado a morderse el labio inferior para no llorar cuando Disney entró en la habitación. Sostenía en sus brazos una bandeja humeante:
—Aquí está su turkey leg, señor Rogers, recién salida del horno...
Pero la pierna no era de pavo como prometía. Aquella pierna tenía un pie de cinco dedos. Era una pierna humana.
—Creo que voy a pasar —dijo Sal.
—¿Por qué? —preguntó Disney. Su cabeza sufrió un violento espasmo. Parecía francamente sorprendido.
—No me va la carne humana. Soy de la Tierra —aclaró.
—Pero... ¡si esto es una pierna clonada! Generalmente no matamos a nadie en Athena para comer. Desde la Crisis de la Teleportación el Gobierno autorizó la cría de partes humanas clonadas para consumo. Son ejemplares de ADN que vienen de la Tierra y tienen el certificado de no pertenecer a nadie relacionado con la familia de un Athénico.
—Ese certificado no prueba, sin embargo, que no estemos ante la pierna de un tío lejano mío que se prestó a vender su ADN.
—Eso es cierto, mire usted —admitió Disney—. Aún así, creo que debería olvidar sus prejuicios y disfrutar. Esto no es un ser humano... en el fondo; es en realidad un magnífico ejemplo de la gastronomía norteamericana, siguiendo la antigua receta que empleábamos en mi parque temático antiguamente.
—¿Parque Temático? —inquirió Sal— ¿Cuántos años tiene, buen hombre?
—No quiera saberlo —dijo Disney dándole un entusiasta mordisco al turkey leg.
—Hablo en serio —insistió Sal intentando desviar su mirada del mentón aceitado del viejo—: Los parques temáticos desaparecieron hace más de dos siglos. ¿De qué me está hablando?
—Verá, señor Rogers… —dijo Walt Disney masticando cada sílaba— Es una historia larga y difícil de contar. ¿Cree usted en la resurrección de la carne?
—Básicamente no. Pero estoy dispuesto a escucharle… —contestó Sal Huisman, condescendiente.
—Bien: Yo nací hace más de cuatrocientos años: En 1901, para ser exactos, cuando los años todavía duraban doce meses. En el año 35 a. B. (antes de Burt) para que me entienda. Lo hice en Chicago, una ciudad muy parecida a Ostrich City en muchos aspectos.
—Aham —asintió Sal cuando lo único que pensaba era “Maldito viejo loco”.
—Tuve suerte. Las cosas me marcharon bien allá en la Tierra. Comencé haciendo animaciones, ya sabe, aquellos antiguos dibujos animados que divertían tanto a niños y mayores, y con el paso del tiempo acabé por fraguar un verdadero imperio que llevó mi nombre: Walt Disney. Muy pocos recuerdan ya ese nombre pero le juro, amigo mío, que en el siglo XX no había nadie sobre la faz de la tierra que no conociese al viejo Walt.
—Entiendo —contestó Sal con cara de circunstancias cuando lo único que pensaba era “Tengo que salir de aquí inmediatamente”
—A los sesenta y cinco años pasé a mejor vida. Fallecí clínicamente. O eso dicen. Verá: Un año antes de descubrir que tenía cáncer de pulmón cayó en mis manos un librito muy interesante de Robert Ettinger, un catedrático de física de la Universidad de Michigan. Se titulaba “El prospecto de la inmortalidad” y confieso que lo devoré con fruición. En aquel tiempo ya estaba obsesionado con la idea de la muerte, pero especialmente con la idea de la vida eterna.
—Lógico —apostilló Sal sonriente, cuando lo único que pensaba era “Está como una auténtica cabra”.
—Llegué a fundar, fíjese usted, la Comunidad del Mañana. Pero fue un auténtico fracaso según he leído en los informes redactados por mis herederos. La idea era devolver al hombre la ilusión de ser inmortal, o al menos, de prolongar su existencia.
Sal permaneció en silencio; ladeó ligeramente su cabeza hacia la izquierda.
—Fallecí el 15 de diciembre de 1966, diez días después de mi sexagésimo-quinto cumpleaños. No me enteré de nada. Todo está en mi informe médico. La causa de mi muerte fue un paro cardíaco. La hora de mi defunción, las nueve y media de la mañana, hora de Burbank, Los Angeles, California.
—Dígame, ¿Intenta tomarme el pelo? —preguntó Sal, desconfiado.
—No —le cortó Disney—. Escuche: En cuanto mi corazón dejó de latir, me inocularon heparina para evitar que mi sangre se coagulara. Después me practicaron respiración artificial y masaje cardíaco externo para que la sangre oxigenada circulase a medida que mi cuerpo se enfriaba gradualmente con hielo. Me inyectaron una solución preservativa y crioprotectora, y finalmente se procedió a congelar mi cuerpo con el sistema de anhídrido carbónico descendiendo a niveles sub-cero.
—Lo normal —dijo Sal, cuando lo único que pensaba era “Está peor aún de lo que creía”.
—Todo esto, como ya le he dicho, lo sé por los informes de mi doctor de confianza, Rod Marshall. Una eminencia en aquella época. Siete generaciones de Marshalls han cuidado de mi cuerpo durante todo este tiempo, durante todos estos siglos.
—Creo que comeré un poco —dijo Sal mientras se servía un trozo de muslo encarnado y grasiento en su plato de papel del perrito Pluto.
—Así que, mire qué cosas, he estado hibernando durante más de trescientos años en una unidad cryo-care a una temperatura de -195 Celsius, abastecida de forma permanente con nitrógeno líquido BF5 System, en uno de los sótanos de la organización criónica Alcor Life Extension Foundation, en Scottsdale, Arizona.
—Interesante —dijo Sal limpiándose la barbilla con el antebrazo.
—Espere, le traeré una servilleta.
La servilleta decía “Disneyland Resort. Welcome to the Magic!”. Las letras, inscritas sobre la silueta de una especie de edificio con almenas puntiagudas, eran rústicas y doradas. Sal se deshizo de los restos de grasa contra aquella leyenda.
—Entonces, ¿Pretende decirme que tiene cuatrocientos catorce años?
—En cierto modo sí. Aunque reales sólo sesenta y nueve. Fui resucitado hace cuatro años. Pero mi antigüedad, como bien dice, es de cuatrocientos catorce años.
—¡Joder! —concluyó Sal mientras intentaba ahogar un eructo inútilmente. ¿Y cómo es que ha venido a dar aquí con sus huesos?
—Supongo que, como todos, porque esperaba que esto fuese mejor que la Tierra. ¿Le apetece postre, señor Rogers?
—Me apetece —contestó Sal, alias Buck Rogers— Y si fuese posible, me gustaría poder disponer también de mi ropa. Aquí hace un poco de frío, ¿sabe?
—No creo que sea inteligente salir a la calle con la misma ropa con la que entró, señor Rogers. Le reconocerán en cuanto salga y le lincharán —dijo Disney, pensativo, mientras miraba al techo de la habitación— ¡Espere! ¡Tengo algo en el armario de mi habitación que creo que podrá servirle!
Sal acabó de ajustarse la cabeza gigante de perro. Miró a Disney a través de la pupila inexistente de unos ojos falsos. De repente la oblonga habitación de chillones colores parecía tener mucho más sentido. El traje perruno le quedaba como un guante.
—¿Y dice que este… Goofy le hizo ganar mucho dinero?
—Una cantidad inimaginable señor Rogers, inimaginable. ¡Por esto me llamaron genio!
—Lógico también —dijo Huisman, pero pensó "Cu-cú".
Disney miró alrededor, inquieto.
—Mire —dijo—. Esto no me gusta nada. Le tengo mucho cariño a este traje de mi fiel amigo Goofy. Hemos pasado tantas jornadas inolvidables…
El anciano parecía a punto de ponerse a llorar. Su cabeza volvió a sufrir otro extraño espasmo y una lágrima se deslizaba, ya errabunda e histérica, por una faz aterradora, estirada y artificial. A Sal le recordó a la famosisísima Cher que falleció, cogida de la mano junto a la también mítica actriz Concha “Matusalén” Velasco, durante la Nochevieja del año 2277.
—No sufra, buen hombre. Se lo devolveré intacto —Sal dudó un momento antes de continuar— Si le digo una cosa… ¿mantendrá el secreto?
—Nadie me creería, hijo.
—¿Cómo puedo llegar al antiguo Palacio de la Ópera?
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home