sábado

CAPÍTULO 1

La suite del ático era la habitación más cara del hotel “Moon By The Sea” y Sal Huisman se recreó al entrar en ella. Era el primer momento de paz que había tenido en los últimos días.

Sal se acercó a la terraza y se retiró la barrera calórica que retenía la agradable temperatura dentro de la habitación. El campo de fuerza se cerró de nuevo al salir él. Una fuerte ráfaga de aire helado le hizo tambalearse.

La vista desde el piso 517 que ocupaba era particularmente impresionante. Sólo en el planeta Athena se podía disfrutar de 13 lunas en el cielo durante la noche. Éste había sido uno de los motivos que años atrás habían fomentado una actividad turística en la parte más cálida del planeta, turismo que había ya desaparecido, devorado por nuevos paraísos que no exigían una carísima teleportación para disfrutarlos. Sin duda, los nuevos tiempos eran tiempos extraños y difíciles.

Contó las lunas, como había hecho la primera vez que viajó allí siendo un niño y, como entonces, faltaban dos: sólo durante pocos segundos cada noche podían observarse simultáneamente todos los satélites de Athena en el cielo. A pesar de todo, el recuerdo de la infancia que ahora veía más lejana que nunca le reconfortó, pero de una manera enfermiza; era consciente de que sería un fugitivo durante el resto de su vida que, siendo sinceros, se prometía bastante corta.

El cielo naranja de Ostrich City lucía de forma particularmente intensa aquella noche de diciembre de 2315. Y, aunque las luces de la ciudad no permitían ver las estrellas, su brillo no alcanzaba a ensombrecer el horizonte salpicado de remolinos de nubes blancas y marrones. Aquellos trazos caprichosos de neblina que presidían el cielo de Athena se antojaban a veces garabatos dibujados por un niño o un deficiente.

Una atmósfera de amoníaco y vapor de agua lo envolvía todo.

Sal se asomó con cautela a la barandilla de la terraza para observar la ciudad desde aquella altura y se sorprendió un poco al comprobar que no sentía vértigo. Se entretuvo durante unos minutos siguiendo el juego frenético de luces y destellos de la calle y, cuando quiso darse cuenta, las yemas de sus dedos se habían adherido al acero helado de la barra. Mientras crispaba las palmas de sus manos como un pianista intentando despegarse, recordó el único motivo que le había hecho viajar hasta la ciudad más insegura del planeta. En Ostrich City vivía la última persona que podía ayudarle: Leelan Spandarian.

Horas después se revolvía en su cámara, flotando en el lujoso pero obsoleto Campo Gravitacional de Descanso e incapaz de abandonarse en los brazos de Morfeo. Una intensa preocupación le devoraba y ni las tres ráfagas de potenciador de sueño que había solicitado a la habitación habían conseguido rendirle. El mecanismo del Campo gemía levemente, a un nivel casi ultrasónico, pero Sal Huisman lo encontraba particularmente irritante:

—¡Más sueño! —gritó. Del cabezal del Campo surgió una neblina difusa de potenciador que sólo consiguió embotar sus maltrechos sentidos.

Era inútil: la angustia le dominaba. A duras aguantó las arcadas hasta llegar al baño. Allí vomitó dentro de una bañera metálica con patas que intentaba evocar un olvidado estilo isabelino inglés. Cuando acabaron las convulsiones, Sal contempló el final de su cena, reflexionando sobre la posibilidad de leer el futuro en los posos de la misma.

Todos los ruidos le molestaban, le aterraban. Imaginaba enjambres de hombres y cyborgs armados que rodeaban su suite cada vez que oía moverse el elevador y, a la vez, le asustaba insonorizar la estancia para no sentirse desprotegido.

Se vistió, abrigándose bien con una gruesa pelliza y su gorro de astracán, para intentar pasar desapercibido. A pesar de que pensaba recorrer la mayor parte del recorrido por calles climatizadas o recubiertas, era posible que tuviera que afrontar espacios abiertos y a esas horas de la noche, la temperatura podía haber alcanzar unos 30º C bajo cero... ¡Qué lejos estaban los tiempos en los que se calentó artificialmente esta parte del planeta para crear un destino turístico! La antigua publicidad de 20 años atrás decía: “Ostrich City, el Miami del Cinturón Exterior”... Y mucha gente se preguntaba qué era Miami, ignorando que había sido esta meca playera la capital de los Estados Unidos a mediados del siglo XX, antes de desaparecer devorada por las aguas del Golfo de México.

Cuando las cosas se pusieron difíciles en la Tierra, se buscaron nuevos lugares donde los numerosos ricos pudieran gastar su dinero y Athena era uno de ellos. Cuando las cosas se pusieron difíciles en la Galaxia, Athena era un lugar tan malo como la Tierra.

Sal asomó la cabeza al pasillo, miró a los lados y al no ver nada peligroso se aventuró en el mismo. Casi se le para el corazón cuando al abrirse las puertas del elevador vio a una persona disfrazada, pero no era más que El Ascensorista: una figura anticuada que intentaba rememorar sin éxito el pretendido lujo de siglos pasados. Le costó unos segundos identificar al personaje, tan presa estaba del pánico.

—¿A qué piso, señor? —preguntó El Ascensorista.

—¿Usted qué cree? —respondió Sal con inocultado cinismo.

—No lo sé, señor. No me pagan para que crea nada —contestó El Ascensorista—: Mi trabajo se limita a apretar el botón que se me exija.

—En ese caso apriete el botón de la planta baja.

Y eso hizo. Al pulsar el cero en el cuadro termodigital, el ascensor se proyectó hacia abajo con la fuerza de un meteorito de cristal y acero. La cabina descendió a tal velocidad que a Sal Huisman le faltó poco para vomitar también el antipasto. Por suerte para el servicio de mantenimiento del hotel, se contuvo. En menos de un walter, descubrió lo horrible que hubo de ser la vida de los rumiantes, unos mamíferos vertebrados extinguidos hace más de dos siglos que al ser exprimidos derramaban un líquido áspero y mortecino llamado leche.

Eran otros tiempos. Entonces a los walters se les llamaba minutos. Y horas a los bismarcks. Lo que hoy conocemos como scott, recibía hace muchos años el ridículo nombre de segundo. Todo eso, afortunadamente, forma ya parte de la historia. Desde que el gran Walter Scott Bismarck colonizase el planeta Athena en el año 2075 la clasificación temporal terrestre pasó a mejor vida. Así sucedió también con los meses del calendario, que pasaron a ser trece. El decimotercer mes del año athénico se denominó 'Burtembre' en honor al actor favorito de Bismarck: Burt Reynolds. Un clásico que vivió entre los siglos XX y XXI.

Faltaban sólo diez días para Burtembre. Después de muchos años, Sal Huisman iba a pasar solo las Navidades. O tal vez no.

Escogió la opción difícil: en lugar de bajar hasta el primer sótano y pasear por las avenidas subterráneas, Sal abandonó el hotel por la antigua entrada principal en los tiempos del calor mientras el botones le miraba con incredulidad. Sal le sostuvo la mirada, arrogante, y se sumergió en la fría noche. A los pocos segundos se le había congelado la arrogancia.

No sabía si la temperatura era inferior a los 20º C bajo cero, pero la sensación térmica era terrible, incluso castradora. Se dio cuenta de que su vestimenta no era apropiada y que no aguantaría mucho tiempo en el exterior, mas bajar por el "Moon By The Sea" sería perjudicial para su recién adquirido prestigio de oso polar, así que optó por coger la primera boca, que se encontraba a una manzana del hotel.

La calle estaba absolutamente desierta: tan sólo unos robots Gestores de Tráfico Aéreo se balanceaban a unos metros sobre su cabeza. Sus pasos resonaron por los adoquines metálicos, mientras observaba su propio aliento condensarse al correr, mientras sentía arder sus pulmones por el frío.

—¡Puerta, puerta! —empezó a gritar, buscando que se abriera la boca.

Mientras se afanaba en encontrar la maldita boca del sistema subterráneo, añejos hologramas publicitarios se iban desplegando a su paso. Actrices con tres pechos anunciaban protectores para la piel enfundadas en sus bikinis de piel de flader, mientras desfasadísimos robots Mortrog C-501 promocionaban Glugg, la bebida de moda de hace dos décadas. A saber cuántos años llevarían aquellos hologramas vendiéndole humo al congelado aire de Ostrich City.

Sal Huisman, completamente congestionado y aterido por el frío, no se hallaba entonces en disposición de reparar en un pequeño detalle: Muy probablemente, él iba a ser el último humano que visualizase aquellas dos viejas campañas publicitarias. El frío atroz tuvo la culpa. El frío atroz le impidió ser importante por una vez en su miserable vida.

En aquel momento lo único que preocupaba a Sal era alcanzar el vientre de la ciudad, por donde fuese. Miró hacia todas partes, pero todos los establecimientos estaban cerrados a aquel nivel. Todos salvo uno: Big Joe estaba abierto.

La puerta estaba abierta. Y Sal entró sin pensárselo.

La puerta se cerró automáticamente detrás de Sal, que sufrió el golpe de un ambiente caluroso dentro del local. No sólo era la temperatura: el ambiente estaba cargado, denso. Costaba respirar y Sal se imaginó nadando en el interior de un útero materno: le divirtió la imagen.

"Pfffffftttiiii...iiiitttpff...pffp...pppff"

El ruido de la flatulencia —en intensidad y duración— fue tal que a Sal se le aceleró el corazón. Instantes después percibió una vaharada pestilente —una ola de pedo casi sólida— que le mareó tanto que tuvo que apoyarse en una grasienta pared para no derrumbarse. Las lágrimas afloraron mientras intentaba soportar las arcadas y enfocar la vista en una inmensa figura que se alzaba detrás de un mostrador casero hecho de alguna aleación local.

Big Joe era una mole de grasa de unos dos metros, con la cabeza casi calva y todo él perlado de un sudor que semejaba mantequilla. Vestía una túnica que en tiempos fue blanca y se secaba una mano (Sal no quería saber de qué estaba manchada) en ella.

—¿Puedo ayudarle, amigo? —preguntó Big Joe, mientras emitía una serie de cuescos cortos ("Pfttt... Fti... Pfttss") que golpearon a Sal en una rápida sucesión de ganchos derecha-izquierda. Big Joe era un boxeador de la flatulencia cuya baza no era desde luego el movimiento de piernas, ya que se mantenía muy quieto mirándole con cara de distraído. "Sólo le falta silbar al hijoputa", pensó Sal.

—¿Puedo ayudarle en algo? —repitió Big Joe arqueando las cejas.

—Necesitaría establecer una comunicación urgentemente —respondió Sal intentando desviar su atención por un momento de la sinfonía de ruidos y olores que desprendía aquel inmenso saco de mierda apestosa.

—Gírese —dijo Big Joe mientras trazaba en el aire un leve círculo con el dedo índice—: El locutorio está justo detrás de usted.

Sin dejar de contener la respiración, Sal asintió con la cabeza en señal de agradecimiento y se dio la vuelta, pero no encontró allí ningún locutorio. Cuando volvió a girarse hacia el mostrador, extrañado, sintió un terrible impacto en la cabeza. Una punzada aguda acompañada de ruido de cristales rotos. Una botella. Alguien acababa de estrellar una botella contra su cabeza.

Lo único que acertó a ver antes de caer al suelo fue una sombra alargada, una figura frágil y borrosa, tambaleante. Lo último que oyó mientras se desvanecía fue la voz grave de Big Joe diciendo:

—Sacad a este cerdo de aquí.

Time: 04.30

Sal sintió cómo le arrastraba Big Joe, que comentaba:

—¡Qué manera de tocar las narices!

—¿Quién creesss que ess? —Siseaba otra voz en las sombras— ¿Un espía, un policía?

—¡Coño, no! —Contestó Big Joe—. Pero tampoco un curioso, no hay casualidades a estas horas en esta zona.

—Lo echamosss a la basssura, ¿eh?... En trocitos, sí, trocitos —decía la otra voz.

—Nuestro buen Jesús dirá. Venga, ayúdame a bajarlo por las escaleras.

Sal intentó erguirse para explicar con brillantez dialéctica que todo había sido un tremendo error, cuando vio cómo su cabeza caía y se golpeaba contra el borde de un escalón. Se sumió de nuevo en la oscuridad mientras escuchaba de fondo:

—¡Joder Willy, sujétalo bien!


***


Time: 04.33

Un tremendo dolor que partía de sus testículos, convertidos en una bolsa de horribles sensaciones, le espabiló de nuevo.

—¿Cómo te llamas, cerdo?

A Sal le costó unos instantes recuperarse y vio a un hombre joven pero ajado por la vida, apoyado en el borde de un escritorio. Estaba musculado y tenía un gran tatuaje de presidiario en el antebrazo izquierdo; su rostro, marcado por varias cicatrices, se disimulaba con una ligera barba. Big Joe se refería a él como el señor Myers.

—¿Cómo te llamas? —repitió.

—Sal... Sal Huisman.

Al momento, Sal percibió que había dicho algo incorrecto, que su nombre había despertado alguna asociación de ideas no deseada.

—Mierda —dijo Big Joe. Y soltó un gran pedo para aportarle dramatismo al momento.

—Sacadlo de aquí —dijo Myers.