viernes

CAPÍTULO 2

El suicida tiene la espalda peluda y los sesos esparcidos por el pavimento. Está literalmente plantado en el asfalto, con las piernas hacia arriba formando la señal de la cruz. Desconozco si esta postura tiene algún significado místico o es simple fruto de la casualidad o mera acrobacia.

Los especialistas han dictaminado que, por el radio de expansión de los restos, la caída se produjo desde una altura de 517 pisos. Desde el hotel “Moon By The Sea”, para ser exactos.

La sangre y las vísceras han salpicado toda la calle. Han llegado hasta el cuarto piso del hotel. Con el frío se han secado. Calculo que será muy difícil limpiar esas manchas.

Vestía camisa sepia. O eso parece. Hemos encontrado jirones de tela de ese color junto al cadáver. No hemos hallado, sin embargo, rastro alguno de sus pantalones, ni tampoco ninguna identificación. Podría ser cualquiera.

El suicida tenía los pies grandes. Grandes y sucios. Tenía las uñas largas y pelillos negros en todos los dedos salvo en los meñiques. Y pelotillas de mugre entre los dedos.

Nadie dijo que éste fuese un trabajo agradable.

Los huéspedes de la planta 517 permanecen retenidos en sus habitaciones. Sólo una de ellas está vacía: La habitación 115. La suite presidencial del ático del “Moon By The Sea”.

La habitación está registrada a nombre de Val Buisman. Sospechamos que pueda tratarse de él.

Miranda, la detective Butler, se acerca. Es una belleza escandinava de unos veinticinco años. Observo su risa inocente, esos ojos verdes en los que navego todos los días desde su llegada a la policía de Ostrich City, su pelo rubio rizado que aspiro cada vez que pasa a mi lado y hoy le digo sin decir: Me gustaría pasar contigo la noche más oscura.

Me la ha enviado. Es un regalo de Dios, pienso.

En el fondo de mi alma sé que es una esbirra de Fabrizio Chinarro, pero actúo como si no lo supiera. Es la vida asquerosa de Athena, un planeta de viejos idealistas vendidos a un mafioso a 20 semanas-luz de aquí. Es la vida asquerosa del sargento Radzinski, un viejo encaprichado de una asesina, que intenta recordar cómo era sentir algo en su pétreo corazón.

—¿Quién es el reventado, Miranda? —le pregunto.

—No es Huisman —me confirma.

Soy incapaz de decir si es feliz. Incapaz de discernir si hubiera preferido que su trabajo hubiera acabado aquí o si disfrutará encontrando al terráqueo, torturándolo, comiéndose trozos de él o de su familia en su presencia. No lo sé y no quiero saberlo, porque si no me volvería totalmente loco.

En ocasiones me pregunto si no lo estaré ya.

También me pregunto mirando al meteoro humano caído a mis pies: ¿Si no eres Huisman quién eres? ¿Por qué te han matado? ¿Qué hacías ahí?

Hemos repasado los datos del registro del hotel. Está claro que Val Buisman no era más que una distorsión fácil de la firma de Sal Huisman. Me extraña mucho la poca originalidad del delincuente más buscado del planeta. Sólo la falta de medios justificaría una falsificación tan tosca y pueril. Me niego a creer que sea tan necio. Me cuesta creer que sea tan estúpido.

Las tetas de Miranda sobre el mostrador de recepción me han puesto muy cachondo. He tenido una erección de más de un minuto durante el trayecto en ascensor hasta la última planta del hotel. Me siento orgulloso de mi vieja polla. Me siento vivo.

Las tetas de Miranda son blancas y redondas como dos lunas vírgenes. Por suerte para mi dignidad, la gabardina me cubría la polla. Creo que ni ella ni el ascensorista se han dado cuenta de lo dura que la tenía. No es que abulte demasiado, pero los pantalones de licra thermolactyl del uniforme no dejan demasiado a la imaginación.

No puedo dejar de pensar en sus tetas balanceándose sobre mi cara. Estás enfermo, me digo con frecuencia. Eres un maldito viejo enfermo. Y no hago más que pensar en tetas blancas y sudorosas. Tetas de marfil. Tetas redondas de novicia. Pienso en ellas a todas horas.

—Hemos llegado —ha dicho el ascensorista. Ha sido entonces cuando mi polla ha desistido y abandonado al fin su actitud beligerante. Inútil pero confortadora.

Le he dado al botones una propina de 400 drulocks y nos hemos encaminado hacia la suite principal: La habitación 115.

Mientras caminamos sobre la alfombra de pelo largo me digo: Siph, eres un jodido romántico. Y no me falta razón. Sólo un estúpido sentimental como yo se pondría a escribir un diario. A mi edad.

El director está esperándonos en la suite. En silencio nos abre la puerta, pasamos y la cierra detrás de nosotros. Aparentemente, se le han pasado las ganas de discutir que manifestaba un par de bismarcks antes.

Un viento helado barre la habitación, haciendo volar alrededor de la misma hojas en blanco con el membrete del hotel:

—¿Qué es eso? —pregunta Miranda.

—Es papel —contesto. ¿De dónde ha salido esta chica, por Dios? ¿De la selva?

Ella se encoge de hombros, inocente y deseable, torturadora.

—No me gustan las antigüedades —explica.

Nos paseamos por la sala. Salvo por el hecho de que la barrera calórica de la terraza está abierta, no encuentro inicialmente nada inusual. Los cortinones de terciopelo ondean amenazadores y una lámpara de araña se balancea en el techo peligrosamente. Camino sobre las hojas, las cuales han volado del enorme escritorio, hecho de un material que imitaba la desaparecida madera de caoba de una forma que imagino muy acertada. Miranda coge una de las hojas y la contempla con estupefacción.

A su joven edad, toda firme toda ella, Miranda ignora la ola revival del siglo XX que nos había azotado hacía más de 30 años athénicos. Terrible plaga de langostas sólo comparable al resurgir del reggaetón que sufrimos a principios de este siglo. Dicho revival había provocado casos como el Moon By The Sea, espeluznante ejemplo de lo que nunca debería volverse a repetir: Un hotel monstruo con más de 10.000 habitaciones, que sólo se mantenía abierto gracias a las subvenciones que recibían actividades deficitarias como las turísticas; con una arquitectura y decoración pretendidamente inspirada en los comienzos de dicho siglo el hotel era un anacronismo decadente.

Me veo a mí mismo. Contemplo a Miranda que ha descubierto la utilidad del papel y lo mastica con entusiasmo mientras me sonríe y comprendo que los anacronismos decadentes tenemos un encanto especial, que sólo personas excepcionales pueden apreciar.

Mientras Miranda, a horcajadas sobre la moqueta de color caqui, se encarga de cumplir con los procedimientos de rigor, tengo que contar hasta veinte para no perderme y cometer una estupidez.

Para intentar pensar en otra cosa, miro hacia cualquier parte. Recorro con la mirada cada rincón. No veo nada que nos pueda servir. En la otra esquina de la habitación, el director del hotel permanece erguido junto a la puerta con los brazos cruzados. Nos mira por encima del hombro. Como si pudiese permitírselo el muy tonto.

—¿Ha entrado alguien en la habitación antes que nosotros? —le escupo desafiante.

—No —dice en un hilillo de voz decididamente ridículo— Nadie. Nadie ha entrado aquí antes. Quiero decir, desde que ocurrió el lamentable incidente.

—Sí, ya —le corto— Muy lamentable.

Miranda no deja de mover su maldito culo de un lado a otro de la habitación. Se me acaba de ocurrir una buena idea: Voy a contar hasta ciento quince.

Ciento quince habitaciones. Ciento quince suicidas desconocidos. Ciento quince hojas de papel blanco con membrete revoloteando como golondrinas de celulosa por la habitación.

Ciento quince culos de Miranda dispuestos en fila, moviéndose al ritmo del jodido reggaetón. Moviendo su culo de esa forma nerviosa, espasmódica, animal.

Que alguien apague esa música. Que alguien detenga ese culo.

Tengo que morderme el labio inferior y respirar hondo.

—¿Sería tan amable de desconectar el hilo musical? —le digo al director.

—Lo siento —dice sonriendo— Alguien ha debido de manipular el interruptor.

—Déjalo —grita Miranda desde el fondo de la habitación— Esta música me gusta.

Ahora está de rodillas, con el culo en pompa mirando hacia nosotros. Empiezo a delirar. Veo una diana sobre sus nalgas. Creo que al director también se le ha puesto dura, pero lo disimula mejor que yo.

Estoy a punto de abandonar la habitación como un cobarde, cuando Miranda se gira con una sonrisa llena de dientes y de malicia y me dice:

—Creo que he encontrado algo.

Y lo dice así, como si tal cosa.

—¿Qué tienes? —le digo.

—La bolsa de su equipaje: sólo hay ropa sucia, un neceser y un hololibro.

—Llevémoslo a la Central.

Ella asiente. Se mueve un poco desde su posición arrodillada. Parece que algo va a asomar por encima de su pantalón que cae cruel, milímetro a milímetro. Me estoy sulfurando: voy a estallar. Nunca pensé que a mi edad pudiera volver a sentir esto. El director del Moon By The Sea lucha por empujar el pantalón de la detective con su fuerza mental y aire distraído desde el quicio de la puerta, el cual acaricia... Asqueroso.

—Hay otra cosa —dice Miranda.

—¿Qué? —contesto, limpiándome la baba que gotea por mi barbilla con la manga de mi chaqueta. El corazón golpea mi pecho como un tambor desquiciado. Mis manos comienzan a temblar: piensa en otra cosa, me digo. Soy un vampiro ante sangre fresca.

—El hololibro… Está abierto por uno en concreto. Nunca te imaginarías cuál.

—Dime.

—Berlín-Lisboa.

—No me lo puedo creer —aseguro— Berlín-Lisboa del Doctor Morán. Un hololibro difícil de conseguir.

—Como te lo cuento —asegura. Se pone en pie con inmensa facilidad y, afortunadamente para los dos —para los tres, si incluimos la salud mental del director—, su culo deja de estar en mi punto de mira.

Dejo de contar icebergs.

Por más que lo intento, no consigo imaginar a Sal Huisman leyendo. Y menos aún una obra tan densa y plagada de significados como la que marca el separador digital de su hololibro, Berlín-Lisboa.

Su autor, el doctor Pietro Eugénides Morán, fue una eminencia terráquea a finales del siglo XXI, aunque no disfrutó de aquel reconocimiento en vida: Tuvieron que pasar varios lustros después de su muerte para que el mundo entero reparase finalmente en el verdadero valor de su presciencia.

Era un viejo español chiflado, decían. Un enfermo de Crohn que consumió sus últimos años enclaustrado en una habitación de cuatro metros cuadrados escribiendo profecías aparentemente absurdas pero que terminaron por cumplirse. Todas y cada una de ellas. Al pie de la letra.

Predijo, entre otras muchas cosas, que los armenios dominarían el mundo. Y no se equivocó. Adivinó también la existencia de nuevas galaxias. Incluso se atrevió a describir este planeta con pelos y señales. Escuchen si no lo que decía hace más de trescientos años:

“(...) Nuevas formas de vida molecular se desarrollarán criogénicamente en laboratorios especiales dotados de modernísimos sistemas infrarrojos, para alumbrar nuevas especies de híbridos mutantes que provocarán el advenimiento de un nuevo orden (...)”

“La vida en nuestro planeta se hará tan difícil entonces que los más débiles, siguiendo el principio de selección natural, se morirán o no tendrán más remedio que emigrar a otros planetas, tal vez a otras galaxias (...) Esta situación provocará un éxodo masivo que sumirá al planeta Tierra en un caos profundo e irreversible, mayor aún que el actual, y la caída de todas las fronteras, tal y como hoy las conocemos (...)”

“El planeta dorado, —se refiere a Athena— iluminado día y noche por la luz incandescente de sus trece lunas, reunirá las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida humana. (...) No obstante, y debido a la naturaleza criminal de los emigrantes que logren llegar a este planeta, imperarán el desorden y la ignominia y los clanes se harán con el control de las cosas”.

Escalofriante que un solo hombre pudiese adivinar todas estas cosas sin moverse de casa.

El título del libro, Berlín-Lisboa, hacía referencia a las dos últimas capitales que permanecieron en pie antes de la hégira masiva interplanetaria. Ambas estaban emplazadas en una vieja porción de tierra llamada Europa que los terráqueos llamaban continente. Ahora las ciudades no tienen nombre allí. Son sólo páramos desiertos, cenizas de lo que fue una vez aquel planeta. Un museo decadente, un monumento a la ignorancia humana. Eso es la Tierra.

Y aunque aquí la situación no es menos sórdida, es en momentos como éste cuando más orgulloso me siento de haber nacido aquí, en Ostrich City, en el planeta Athena. A pesar de toda la mierda que puedan decir, adoro esta ciudad.

—Vámonos —le digo a ese par de tetas con ojos.— Con esto tenemos más que suficiente.

—Espera, Rad, se me ha pegado algo al zapato —me contesta. Y flexionando su pierna izquierda eleva su talón hasta el culo, rozando sus nalgas con el tacón rojo de aguja. Y me dice:

—Sácamelo, anda.

Y eso hago. Procurando no quemarme, procedo a despegar el papel que se ha adherido a la suela de su zapato. Un ridículo pedazo de papel con membrete, negro y pisoteado, testigo del número 36 que calza Miranda Butler. La marca perfecta del pie de Cenicienta.

Igual que una señal, el pie de Miranda nos ha querido decir algo.

Se puede leer algo bajo la huella de su zapato. Se lee:

© Ray Hodges

—Leelan Spandarian. ¡El Clan de los Armenios!

—¡Mierda! —dice Miranda.

El Clan de los Armenios no era más que una nueva forma de denominar a una vieja mafia. Antes de la primera crisis de la Tierra en el año 2290, durante los Felices 80, los Armenios eran perseguidos sin descanso por las fuerzas de seguridad terrestres y, a pesar de su inmenso poder, se veían arrinconados por una ciudadanía que estimaba que sólo las mafias se interponían entre ellos y la definitiva prosperidad. Los Armenios, el clan más importante, se había trasladado a Athena, buscando un sitio más tranquilo desde el cual gestionar sus actividades, sin la presión continua de los terráqueos y aprovechándose de la teleportación que hacía furor en esos días.

Alrededor de 2295, se habían instalado definitivamente en Athena, haciéndose con el control de los tour operadores espaciales que empezaban a invadirnos con las malditas divisas. En nuestro planeta controlaban el juego, las drogas y la prostitución, las tres actividades legalizadas por la I Constitución de Bismarck en el 2077 y que habían supuesto el despegue económico de nuestro planeta.

Los Armenios lo controlaban todo y, a esas alturas, no les importaba lo más mínimo una Tierra en decadencia. El dinero estaba aquí.

Ante la falta de liderazgo, en la Tierra nuevas bandas se habían comido el pastel. Desde principios de siglo Fabrizio Chinarro había surgido de las cloacas de Lisboa para hacerse con el control. Los Armenios se habían relajado y, con la distancia que de repente se había convertido en insuperable debido a la Crisis de la Teleportación, Fabrizio se quedó con todo.

Un plan de acción astuto y osado le permitió debilitar a los Armenios primero y luego atacarlos, pero no utilizando a su gente, sino principalmente a la policía y a diversos esbirros de Athena. Los cuerpos corruptos tenemos estas cosillas: nos vendemos al mejor postor.

Actualmente, con el turismo espacial reducido a cero, las actividades más provechosas volvían a ser las clásicas putas y las drogas; cualquier cosa que sirviera para olvidar la Galaxia en la que estamos. Fabrizio Chinarro era, de facto, el emperador en la Tierra, pues los Estados tenían un papel meramente testimonial (carecían de ejércitos organizados) en esa selva en la cual se ha convertido el lugar de nacimiento del gran Burt Reynolds. La verdad es que mandaba sobre todo el Sistema Solar... y hasta ahora también aquí.

Su principal mérito era su legendaria crueldad y, a la vez, su generosidad: a todos los participantes les dejaba ganar un pellizco importante y los mantenía contentos, salvo que alguien de la cadena fuera demasiado codicioso. Con ése no tenía piedad.

Sin embargo, en los últimos meses, había aparecido un nuevo líder armenio en Athena, que había reagrupado el clan: Leelan Spandarian —o L.S. como le gustaba hacerse llamar— había conseguido apartar a los hombres de Chinarro de la ciudad. Conocido por su extrema ferocidad, manejaba con mano de hierro el mundo del hampa de Ostrich City. Si Huisman venía a verle o si tenía algún tipo de relación con él, eso no podía traernos nada bueno. No tenía ninguna intención de que comenzase una guerra de bandas interplanetaria.

Nuevas preguntas aparecían y seguía sin saber en que lugar encajaba el pretendido suicida.

—¡Te habrás quedado a gusto! —me increpa Miranda frunciendo su ceño hasta entonces inmaculado—: La próxima vez que toque clase de historia me avisas y traigo el grabador de notas.

—Cuando te lo propones, puedes llegar a resultar francamente hiriente —le respondo, no sé para qué.

—¡Sigue tocándome las narices y comprobarás lo hiriente que puedo llegar a ser, viejo estúpido! —dice ella levantando la voz, mientras pone los brazos en jarra sobre su cintura, amenazante.

No insisto. Esta noche no tengo ganas de ponerme a discutir con Miranda Butler.

Salimos de la habitación. El director del hotel está sentado en el butacón isabelino que hay junto a la puerta. Me pongo a rebuscar en todos los bolsillos intentando encontrar mi expendedor digital de holotarjetas; sólo encuentro 250 drulocks en calderilla y una pelusilla de licra thermolactyl en el bolso derecho del pantalón de mi uniforme.

Me pregunta si ya pueden recoger la habitación. Le digo que sí mientras asiento con la cabeza y, acto seguido, pulsa con cuatro dedos el enorme botón púrpura que hay a sus espaldas. Es para llamar al servicio de limpieza, me explica. Como si me interesase lo más mínimo.

—Si lo que buscas es el expendedor de tarjetas, —advierte Miranda— deberías saber que está en la guantera del aeromóvil.

—Oh, mierda.

Desorientado, con el puñado de monedas en la mano, le digo al director:

—Si ocurre cualquier cosa, si se entera de algo que debamos saber, llame inmediatamente a la comisaría. Pregunte por el sargento Radzinski.

—Radzinski —repite el director con un aire oligofrénico.

—Eso es. Muy bien.

Y entonces no se me ocurre nada mejor que dejar mis monedas sudadas en su mano. Como un terroncito de azúcar de recompensa. Como premio por haber sido capaz de recordar mi apellido de judío. Apuesto a que no es la primera propina que recibe.

—Por las molestias —le explico sonriente, para su desconcierto.

De camino al ascensor, nos tropezamos con el encargado de mantenimiento. Algo en él dispara mis alarmas al instante. Le digo a mi compañera:

—¿Te has fijado en eso?

—¡Oh, no me digas que lleva la turbofregona sin retorcer! —A veces tiene más gracia.

—No, no es eso. Fíjate en su camisa. ¿Has visto de qué color es?

—Parece de color crema —dice ella sin demasiada convicción.

—Sepia, Miranda; el mismo color de los jirones que encontramos junto al suicida: El muerto formaba parte del servicio de mantenimiento del hotel. Quizá lo confundieron con Huisman, quizá lo mató él. Eso es lo que tenemos que averiguar.

Entramos en el ascensor. Huele a sudor y a esencia de pino.